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viernes, 25 de enero de 2008

Jiddu Krishnamurti y la Risa.


Ojai,  California.


Krishnaji, Rajagopal y yo habíamos comido juntos y nos dirigimos a Pasadena en el carro de Rajagopal. Después del arranque de hacia algunos días, yo me sentí maravillosamente tranquilo y feliz con él. Siempre era una gran diversión estar con Krishnaji cuando uno no sentía necesidad de discutir cosas serias, solamente agradable plática y chistes. A él le encantaban los buenos chistes, especialmente cuando ellos pinchaban a los egos grandes e inflados y siempre estaba divertido con las cosas tontas que dirían las gentes sobre el Instructor del Mundo. Se reía como un niño. Una explosión pura de diversión.

Como yo nunca había visto ni leído “Lázaro Río” no sabía lo que iba a pasar. Ni Krishnaji ni Rajagopal conocían algo acerca de ello, pero estuvimos de acuerdo en que si se hacía pesada la obra en la cuestión religiosa, nos saldríamos. Durante el intermedio nadie dijo nada acerca de irse. Con gusto volvimos a nuestros asientos para oír otra vez aquella maravillosa y vibrante risa de Irving Pichel cuando a Lázaro, al volver de la muerte, se le preguntó acerca de Dios. Era una risa que llenaba el auditorio como música y que decía diferentes cosas a diferentes personas.

De vuelta a casa platicamos sobre la obra. Yo pensé que había sido una representación inspirada, la cual me había tocado profundamente, no tanto por las palabras, las cuales a veces tenían gran poder, sino por la extraordinaria calidad de la risa de Lázaro. Krishnaji que no era particularmente afecto a las representaciones teatrales, parecía impresionado. Dijo algo sobre la profunda verdad de la tesis principal de la obra: que ningún ser humano puede formular pensamientos sobre Dios, pues no tiene otro recurso que responder con su risa.


K R I S H N A M U R T I
El Cantor y la Canción
(Memorias de una amistad)
Sidney Field Povedano
EDITORIAL ORIÓN
MÉXICO
1988

domingo, 25 de febrero de 2007

Jiddu Krishnamurti y la Risa.

Año 1924.

Se dieron instrucciones a través de K el 4 de septiembre, en el sentido de que su habitación, debía ser cerrada a las 3 p.m., de que nadie debía tocarla después de esa hora, y que todas las cosas y las personas deberían estar excepcionalmente limpias, tampoco debería él comer antes de la prueba. A las 6 p.m. tomaría su baño, se vestiría con su traje hindú y entraría a la “cámara de las torturas” como la llamaba Lady Emily. Sólo a Nitya le era permitido entrar con él. Lady Emily, Helen y Rajagopal, habiendo cenado temprano, acostumbraban pasar la hora durante la cual el proceso se desarrollaba, sentados afuera en la escalera junto a la puerta. Después de la prueba todos se sentaban con él en su habitación mientras tomaba la cena.

En la tarde del 24, Lady Emily anotó que K tuvo el presentimiento de que esa sería “una noche excitante”, y, efectivamente, vino el Señor Maitreya, permaneció con K por un largo tiempo y dejó un mensaje para todo el grupo. Este mensaje les fue leído en voz alta; por Nitya, a la mañana siguiente:

Aprendan a servirme, pues sólo a lo largo de es sendero Me encontrarán.
Olvídense de sí mismos, porque sólo entonces se me ha de encontrar.
No busquen a los Grandes Seres cuando ellos pueden estar muy cerca de ustedes.
Son como el ciego que busca la luz del sol.
Son como el hambriento a quien se ofrece comida y no quiere comer.
La felicidad que buscan no está lejos; está en cada piedra común.
Yo estoy allí si sólo quieren verme.
Yo soy El que ayuda si quieren permitirme que les ayude.

Estas podrían haber sido las propias palabras de K; estaban mucho más en la vena de los poemas que pronto escribiría. O, desde luego, podría argüirse que era el Señor Maitreya quien iba a inspirar los poemas de K. De cualquier manera, este mensaje era de un estilo muy diferente al de otros que se habían recibido.

El proceso terminó después del 24 de septiembre, y durante las tres últimas tardes de su estancia en Pergine, K comió con el resto del grupo en el hotel.

Se relajaba por completo, cantaba canciones cómicas, decía chistes más bien vulgares, de los que se reía explosivamente. Lady Emily estaba profundamente sacudida ante semejante sacrilegio después de las tardes maravillosas en la torre; los súbitos cambios de K, de lo sublime a lo ridículo, siempre la desconcertaban. Sin embargo, para los más humildes miembros del grupo, que no habían tenido el privilegio de estar en la torre cuadrada, fue un regocijo tener a K y a Nitya con ellos durante esas tardes, jugando al bufón y divirtiéndose en grande.


KRISHNAMURTI
Los Años del Despertar
MARY LUTYENS
EDITORIAL ORIÓN
M É X I C 0
1 9 7 9

lunes, 12 de febrero de 2007

Jiddu Krishnamurti y la Risa.

 Año 1925. (Sydney)

Este fue un período de inquietud y aburrimiento para K, quien estaba ahora virtualmente dividido entre la familia Mackay en “Myola” y “Nilgiri”, como llamaban a la casa en Leura que ahora había comprado el señor Mackay. Aunque había sido el propio deseo de K su “sueño”-, que las gopis fueran a Sydney, ahora que las veía allí no podía resistir la tentación de burlarse de ellas. La vida en el “Manor” estaba presa en el engranaje de la Iglesia Católica Liberal y la Co-Masonería(1) . La misa era celebrada por Koos van de Leeuw todas las mañanas antes del desayuno en una capilla privada, y por las tardes había bendición; los domingos había dos servicios de la I.C.L. de St. Alban, en la calle Regent, en los cuales Leadbeater oficiaba y a los que se esperaba que asistiera todo el grupo del “Manor”. Ciertamente, la inasistencia habría de entroncar su progreso oculto. La Iglesia era tan ajena a la naturaleza de K que, aunque él trataba de ser respetuoso y de no criticarla, todos sus instintos se rebelaban contra ella. Ansiaba que Nitya se pusiera bien para que pudieran irse a Ojai.

Mary sentía que K estaba tan fuera de lugar en esa mediocre comunidad, como una gacela en un rebaño de ovejas, en tanto que Leadbeater se sentía allí tan en su elemento, como un feliz pastor. De todos modos, ella pensaba que era injusto que K se mofara de los esfuerzos que ellas hacían para adaptarse, ya que, después de todo, era él quien las había instado para que fueran a Sydney, insistiendo una y otra vez en la maravillosa oportunidad que esto significaba; si ellas no encajaban en las costumbres del “Manor”, ¿de qué servía que estuvieran allí? Ella recordaba particularmente bien un suceso: todos los jóvenes en el “Manor” estaban sentados en círculo durante una acostumbrada reunión semanal, con los ojos cerrados, tomados de la mano y meditando sobre su unidad, cuando ella de repente abrió los ojos y vio a K que le hacía guiños y muecas por la ventana. Esto era más de lo que ella podía soportar. Qué contraste con la estadía en Pergine, con Nitya aparentemente curado y K sentado bajo el manzano hablándoles, y sin embargo, todo lo que él les había dicho en esos días felices estaba dirigido hacia esta única oportunidad de estar con Leadbeater para ser “conducidos” en el Sendero.

(1) Otro vástago de la Teosofía. En 1879, varias sucursales Masónicas bajo las órdenes del Supremo Concilio de Francia, se había rebelado. Una Logia separada, Les Libres Penseurs (Los Librepensadores); admitió a una mujer en 1881, Mile. Marte Desraimes. Doce años más tarde; en colaboración con Georges Martín; ella formó una Logia, Le Droit Humain (El Derecho Humano) en la cual se admitieron diez y seis mujeres. Miss Francesca Arundale fue la primera mujer inglesa Iniciada en 1902. Ella despertó el Interés de Mrs. Besant por el movimiento, y éste fue Iniciado en París el mismo año. Mrs. Besant fundó logias en Benarés y en Londres, y en 1910 construyó un Templo Masónico en Adyar.


KRISHNAMURTI
Los Años del Despertar
MARY LUTYENS
EDITORIAL ORIÓN
M É X I C 0
1 9 7 9

 

jueves, 11 de enero de 2007

Jiddu Krishnamurti y la Risa.

SU SUTIL SENTIDO DEL HUMOR

«Krishnamurti es un orador riguroso, falto de humor, muy dado a soltar desagradables diatribas», se quejaba un misionero cristiano después de haber escuchado uno de los discursos de K en la Sociedad de Amigos de Euston. Este sacerdote de Londres había asistido a la conferencia porque yo lo había convencido de que lo hiciera. Lamentó haber perdido la tarde en aquella reunión y añadió: «¿Por qué se muestra Krishnamurti tan airado? Un hombre santo debería emplear un lenguaje dulce, ¿no le parece?»

«Un hombre que habla y actúa con pasión» le expliqué, «no es necesariamente un hombre airado. La ira surge del odio, la violencia y la maldad, pero las duras palabras de K surgen de su amorosa preocupación por el sufrimiento humano. ¿Acaso Jesús actuaba con ira cuando entró en el templo y echó a quienes lo profanaban utilizándolo como si fuera un mercado? ¿Acaso no empleó Jesús entonces un lenguaje condenatorio acusándolos de utilizar el templo como “una cueva de ladrones?”» No volví a ver a este sacerdote. Por navidades le envié por correo un ejemplar de La libertad primera y última de K. En una carta de agradecimiento me manifestó que después de leer el libro había cambiado de opinión. Me decía en su carta: «Estoy convencido de que Jesús también fue un predicador radical como Krishnamurti, pero la iglesia nos ofrece ahora unas enseñanzas diluidas. Jesús y Krishnamurti parecen tener los mismos rasgos. Es interesante».

Cada vez que K se subía a un escenario para hablar, su personalidad experimentaba una sutil transformación. Desaparecía su modesta timidez, adoptaba el aire del orador distante y no le importaba decir cosas que herían los sentimientos de sus oyentes, le tenía sin cuidado el hecho de que las denuncias que hacía de los gurús y de sus sistemas de meditación ofendieran las susceptibilidades religiosas de sus devotos seguidores. Hablaba como un hombre poseído por un poder de comprensión que a otros les faltaba; hablaba con cara seria y tono lento y digno; la expresión seria de su rostro armonizaba con las sabias sentencias que pronunciaban sus labios, sentencias salpicadas de breves pausas, presumiblemente porque deseaba que su significado penetrara el espíritu de sus oyentes. Rara vez reía o sonreía cuando hablaba en público. No es de extrañar que muchos se formaran una imagen de K que no se correspondía con su verdadero carácter, porque sacaban la conclusión errónea de que K era un caballero amargado y gruñón. Es verdad que en ocasiones se mostraba melancólico y abatido, pero se trataba de estados de ánimo pasajeros, porque su rostro era como un calidoscopio de expresiones en permanente cambio que nos daba una idea de la variedad extraordinaria, de la vitalidad y la riqueza de su vida interior.

Una anciana de Nueva Zelanda que asistió a una serie de charlas en Madrás, confesó haber soportado un largo viaje en barco «por el puro placer de ver sonreír a Krishnamurti». Era la suya una sonrisa seráfica que, con frecuencia desarmaba a muchos de sus antagonistas, decididos a derrotar a K en la discusión. No tenía más que sonreír y sus enemigos se olvidaban de la cólera y se hacían amigos de él. Dondequiera que fuese, su misteriosa y encantadora sonrisa le ganaba nuevas amistades.

Hay un cierto número de sesudas tesis sobre la psicología de la risa. Lamento no haberle preguntado a K sobre la importancia psicológica de la risa. Debí haberle preguntado: ¿Se esconde algo más tras la risa, aparte del hecho que suele ser una válvula de escape en situaciones de miedo, ansiedad, dolor, sufrimiento y demás? Me hice una idea bastante aproximada de la actitud de K con respecto a la risa después de observar su reacción a ella. En cierta ocasión, K dijo que como las personas confundidas invariablemente actúan siguiendo los dictados de su confusión, no pueden evitar elegir gurús que también están confundidos. El público se rió a carcajadas de estos comentarios. K hizo un ademán en señal de desaprobación y dijo: «Les ruego que no se rían. Les hablo muy en serio». En otra ocasión, regañó a un grupo de jóvenes que en una de sus charlas se habían echado a reír. «Ríen ustedes» les dijo, «porque reaccionan emocionalmente». Sin embargo, en varias oportunidades, K se echó a reír abiertamente en sus conferencias, cuando alguien contaba un chiste o por algún incidente cómico. Por ejemplo, una mañana, en una reunión informal, K intentó por todos los medios compartir con los presentes una profunda verdad que había descubierto. Decía que se experimenta una alegría inmensa al observar algo exactamente como es, sin la intervención del «observador» porque el «observador» suele distorsionar la observación. Refiriéndose a sí mismo en relación con la observación pura, K dijo: «Cuando miro ese árbol del jardín, no existe un “yo” que observe el árbol. Sólo existe el árbol. Sólo existe la cosa observada sin el “observador” que la mira».

«¿Quiere decir entonces» preguntó entusiasmada una anciana, «que el “observador” se ha fundido con la cosa observada y por eso sólo existe el árbol y nada más? ¿Desaparece el cuerpo y se funde con el árbol?»

«¡Por supuesto que no!», exclamó K soltando una carcajada.

Bhikku Walpola Rahula, el eminente sabio y escritor budista que había discutido en varias ocasiones con K, me contó cierta vez que encontraba un asombroso parecido entre el sentido del humor de Buda y el de Krishnaji. Ambos poseían un fino y sutil sentido del humor que revelaba su extraordinaria agudeza mental. Hay un refrán que dice que la inteligencia o falta de inteligencia de un hombre se mide por las cosas que lo hacen reír.

Los admiradores de K disfrutaban viéndolo reír, sobre todo porque la risa hacía que se pareciera menos a una deidad y más a una persona corriente con características humanas. Su risa era a veces suave y ahogada y a veces una carcajada que rayaba en el éxtasis. En ocasiones se reía durante varios minutos. Cuando lo hacía, el rostro se le iluminaba y los ojos se le llenaban de lágrimas. La intensidad emocional que se manifestaba en el rostro de K cuando le daban estos ataques de risa lo hacía parecerse a un bhakta en trance. De más está decir que su risa alegraba a cuantos lo rodeábamos.

Nunca oí a K utilizar palabrotas en inglés, aunque debía de conocer su existencia porque leía novelas policiacas y se relacionaba con muchas clases de personas. Varias veces lo oí utilizar palabras como «maldito» y «jodido» pero hoy en día ya nadie se espanta al oírlas. Su puro sentido del humor no tenía nada de vulgar, obsceno o escatológico. Era un humor sin mácula en el sentido de que no era sardónico. Nunca se reía maliciosa o burlonamente con la intención de humillar a un adversario. Se reía de un modo infantil de todas las cosas que son cómicas y ridículas.

Cuando un político poderoso no goza de la simpatía de la gente se convierte en blanco de nuestros chistes. ¿Acaso no obtenemos un sutil y sádico placer convirtiendo a alguien en el hazmerreír de la sociedad? Por regla general, disfrutamos riéndonos del prójimo, ¿pero alguna vez nos reímos de nosotros mismos? ¿Están los orgullosos dispuestos a reírse de sí mismos arriesgándose así a herir sus henchidos egos? Sólo los verdaderamente humildes son capaces de mirar hacia dentro y reírse de sí mismos. K poseía una gran capacidad para hacerlo.

A pesar de que el nombre de K había adquirido fama mundial, cabe destacar que incluso en su infancia no sentía ningún apego por él. Le reprochaba a la gente el adorar su nombre, porque toda adoración personal que se centra en un nombre impide que las personas se acerquen a las enseñanzas con espíritu nuevo. Nuestra dificultad radica en que no logramos disociar su nombre de sus enseñanzas. En una reunión privada nos dijo muy claramente: «Estas no son mis enseñanzas, sino las enseñanzas de la vida». Con ello probablemente quisiera darnos a entender que las enseñanzas son valiosas y ciertas no porque K las expresara sino porque eran ciertas de todos modos. Es decir, que las enseñanzas son intrínsecamente ciertas, independientemente de que fuera K o cualquier otra persona quien las impartiera. K no era más que el exponente de ciertas verdades universales y, al parecer, nunca tuvo la sensación de ser el poseedor de lo que enseñaba. Por tanto, ¿no es lamentable que las enseñanzas universales se vieran ligadas a un nombre determinado? Por eso se entiende por qué K comentó entre risas que había considerado la posibilidad de cambiarse el nombre de Krishnamurti por el de Christopher Murphy.

Quienes tuvieron el placer de tratar a K le escucharon contar historias divertidas, chistes e infinidad de anécdotas. K nunca se hizo pasar por autor de las cosas cómicas que contaba. Las fuentes de algunos de sus cuentos se remontan a la literatura zen. Pero él los modificaba un poco. Empleaba los chistes y las historias ajenas para instruir y despertar a cuantos buscaban su consejo así como para aclarar aspectos difíciles de sus enseñanzas. En sus horas de ocio en Colombo, vimos a K leer un libro de chistes. A K le encantaba el humor de Mark Twain y pude comprobar que en la biblioteca personal que tenía en Arya Vihar, en Ojai, tenía varios libros de este gran humorista norteamericano. Algunas de sus historias no se basaban en hechos pero eso no tenía ninguna importancia porque su propósito era transmitir un mensaje.

K disfrutaba contando historias en las que se describían comportamientos personales que no estaban de acuerdo con los principios morales reconocidos. He aquí un buen ejemplo:

Dos monjes que habían hecho votos de abstinencia sexual absoluta, de pensamiento, palabra y hecho, regresaban lentamente a su monasterio después de haber ido a un funeral. El monje más anciano iba delante del joven novicio que llevaba en una bolsa de cuero las monedas que les habían dado por oficiar el funeral. Al pasar delante del prostíbulo del pueblo, el joven novicio dijo entusiasmado:

«¿Vamos a ver a la prostituta del pueblo y a gastarnos lo que hemos ganado?»

Presa del asombro y el disgusto, el monje más anciano reprendió al joven novicio:

«¡Avergüénzate! ¿Acaso no sabes que no deberías tener estos pensamientos? Además, no tenemos dinero suficiente para eso».

Otra historia también se refiere a dos monjes que habían hecho votos de castidad y abstinencia absoluta de pensamiento, palabra y hecho. Partieron juntos en un largo viaje durante el cual debían recorrer a pie poblados, bosques y tierras pantanosas. Se disponían a cruzar un río con una fuerte corriente cuando se les presentó una atractiva muchacha y les pidió que la ayudasen a cruzar.

«Márchate» le gritó el monje joven, «porque hemos hecho promesa de no tener tratos con mujeres».

«Os ruego que me ayudéis» sollozó la muchacha.

Al oír esto, el monje más anciano la alzó en brazos y vadeó el río de rápida corriente. Cuando hubo cruzado, la mujer le agradeció el favor y se marchó. Concluido el incidente, el monje joven se pasó varios días criticando la conducta del más anciano. Se quejaba muy airado:

«Has tenido una conducta impropia al tocar el cuerpo de una mujer».

El monje más anciano le espetó:

«¡Yo dejé a esa mujer en la orilla del río pero tú sigues llevándola en brazos!»

Esta historia ilustra la mente poco casta del joven monje que seguía turbado por un hecho inocente que pertenecía al pasado. Según K, la verdadera castidad consiste en estar libres de la formación de imágenes y su almacenamiento en el espíritu. Por lo tanto, su idea de la castidad estaba muy alejada de la actitud tradicional que insiste en evitar todo contacto con el sexo opuesto.

Un día, mientras K y yo almorzábamos en Gstaad, Suiza, me preguntó con curiosidad qué lugares de interés cultural había visitado en mis vacaciones de verano en Roma. Le comenté que lo más interesante de mi viaje había sido el día que pasé inspeccionando los estantes de la maravillosa Biblioteca Apostólica Vaticana. Le describí con entusiasmo los antiguos manuscritos, los primeros libros impresos y otros tesoros de esta institución. Le referí a K que los administradores de esa gran biblioteca habían aceptado agradecidos algunos libros que yo había escrito sobre sus enseñanzas. También les regalé algunos libros de K que fueron muy bien recibidos. «Será muy divertido» dije, «cuestionar sus creencias y dogmas y sacudir los cimientos mismos de la Iglesia Católica Romana. ¿No le parece necesario estimular a los teólogos a que lean libros relacionados con sus enseñanzas?»

K me preguntó: «¿De veras están interesados?»

Le contesté: «Pues tenemos que hacer que se interesen. ¿Cree usted que al Papa le interesaría asistir a sus charlas?» La ingenuidad de mi pregunta lo sorprendió. Me lanzó una mirada incrédula y me dijo: «¿El Papa en Saanen? No lo creo probable». De inmediato, K se puso a hablar de las magníficas obras de arte que había visto en el Vaticano. Me dio la impresión de que no había tenido una audiencia con ningún Papa, pero me comentó que Juan Pablo I muy sonriente lo había saludado con la mano. K sentía una simpatía especial por ese Papa, al que describía como «un hombre amistoso». K lamentaba que hubiera muerto repentinamente después de un breve reinado. Muy divertido, K me contó esta historia:

Encontraron a un mendigo harapiento orando en la Capilla Sixtina, la capilla del Papa, decorada con frescos de Miguel Ángel y otros pintores. El Papa notó enseguida la presencia del mendigo y de inmediato manifestó su fastidio. «¿Quién es ese hombre que está ahí arrodillado? No lleva la ropa adecuada». El Papa ordenó al mendigo que abandonara de inmediato la Capilla Sixtina. El hombre tuvo que obedecer. El mendigo se sintió decepcionado por el rechazo del Papa, pues para él, que era muy devoto, aquello casi equivalía a haber sido excomulgado de la Iglesia Católica. Regresó a la sórdida habitación que ocupaba en un barrio bajo de Roma. Y en la soledad y el silencio de su cuarto se arrodilló para rezar. De repente, Dios se le apareció en persona. El pobre hombre no daba crédito a sus ojos al ver al Todopoderoso en todo Su esplendor. Dios se dirigió a él amorosamente y le preguntó:

«¿Cuál es tu problema?»

«Mi problema» le contestó, «es que me echaron del Vaticano».

«No te preocupes» le dijo Dios, «porque a mí tampoco me dejan entrar».



A K le gustaban los chistes y las anécdotas de Jesús y, sobre todo, de misioneros que viajan a países lejanos con la intención de convertir al cristianismo a los paganos que se niegan a reconocer al Dios de la Biblia.

Una de sus historias preferidas era la de un misionero que ponía gran celo en su trabajo e intentaba predicar los evangelios a un grupo de caníbales. A los caníbales les molestó tanto su actitud desdeñosa que decidieron comérselo para la cena. Se disponían a freír al misionero en una olla de aceite hirviente.

«Por favor, no me comáis pidió el misionero asustado».

«Lo que uno come» filosofó uno de los caníbales, «es cuestión de gustos. A ti te encanta comer carne de vaca y nosotros preferimos la de misionero. »

Algunas personas que asistían a las conferencias de K eran realmente raras. Un joven barbudo, de cabello largo, vestido con una amplia túnica blanca que parecía una sotana se presentó ante K después de una de sus charlas y le dijo: «Me llamo Jesucristo. Soy el verdadero Jesús. Al falso que utilizó mi nombre hace mucho tiempo lo crucificaron como merecía».

K le ofreció una amplia sonrisa y le estrechó la mano. Después de haberlo saludado, le dijo: «Encantado de haberlo conocido, señor Jesucristo».

Algunos de los presentes escuchamos la conversación y nos echamos a reír a carcajadas. El hombre se ofendió al comprobar que se había convertido en el hazmerreír de cuantos lo rodeaban. Presa de la ira, nos miró fijamente a los ojos y luego se marchó sin decir palabra.

A lo largo de su vida, K se opuso con convicción a las organizaciones espirituales. No sirven de nada porque no existe organización, por más bien intencionada y eficiente que sea, que pueda ayudar a nadie en el viaje interior que nos permite observar el proceso del pensamiento; es más, el hecho de participar en organizaciones espirituales se convierte en ocasiones en un modo de huir del trabajo realmente importante: la observación de uno mismo. K siempre sostuvo que la verdad, que es una inalcanzable «tierra sin senderos», no puede y no debe ser organizada. Denunciaba a las organizaciones espirituales refiriendo la conversación entre el diablo y su amigo.

Un día, el diablo y su amigo iban caminando por la calle cuando vieron que un hombre recogía algo y se lo guardaba en el bolsillo.

«¿Qué fue lo que recogió?», preguntó el amigo.

«Un trozo de verdad» respondió el diablo.

«¿Y eso no es para ti un mal asunto?»

«En absoluto» repuso el diablo. «Porque dejaré que organice el trozo de verdad que acaba de recoger».

En cierta ocasión, le comenté a K: «Un escritor europeo tiene algo nuevo e interesante que decir sobre su origen. Sus investigaciones revelan que usted no es el único que nació en otro planeta y que ha llegado a la tierra en una nave espacial. Sostiene que por ese motivo no encaja usted en este mundo de ambiciosos y competidores».

K se rió un rato y luego me preguntó: «¿Está diciendo que mi padre no me engendró? ¡Mi pobre padre!»

Dejó de reír y su rostro cansado se mostró muy serio. Luego dijo: «Cuídese de las teorías. Las teorías atan y ciegan».

El espíritu simple y sin complicaciones de K era tan perceptivo que jamás se le escapaba el lado incongruente o cómico de una situación. Por ejemplo, contaba cuántos policías armados tenían a su cargo la custodia de la señora Indira Gandhi, la primera ministra de la India, cuando fue a visitarlo. K hablaba entonces risueño de un policía muy gordo que se ocultaba detrás de un árbol muy estrecho, sin darse cuenta de que se lo veía por los cuatro costados.

K se rió a mandíbula batiente cuando le contaron que cierta dama se había negado a ver una película en la que él aparecía dando una charla. Y se negó a hacerlo porque de ese modo K no iba a notar su presencia entre el público. ¿Acaso se rió K de la vanidad oculta de esa dama o de su extraña expectativa de que quienes eran vistos por K iban a sacar un misterioso provecho?

Situado en la pintoresca y accidentada ciudad de Kandy, el antiguo Templo del Diente es considerado por todos como el sancta sanctorum de Sri Landa, porque en su recinto sagrado se conserva un diente de Buda. Aunque la doctrina budista no acepta ningún tipo de adoración, esta reliquia ha sido adorada desde hace siglos por los budistas devotos. Varios reyes budistas creían que el soberano que tuviese la buena suerte de poseer este diente no iba a ser nunca vencido. Cuando K estuvo en Colombo, un monje budista fue a visitarlo y comenzó a elogiar los poderes ocultos del diente. El monje tuvo la audacia de sugerirle a K: «Ahora que está usted aquí, debería visitar este altar sagrado y hacerle una ofrenda de flores e incienso al diente de Buda».

K se rió del consejo y le preguntó al monje: «¿Está usted seguro de que no se trata del diente de un cocodrilo?»

El doctor Kewal Motwani, sociólogo y escritor, residía en Colombo cuando K visitó esa ciudad en 1957. El doctor Motwani era un viejo amigo de K. Mucho antes de que el subcontinente fuera dividido en India y Pakistán, K se había hospedado en la casa del doctor Motwani en Karachi. Después de la división, K tenía intención de dar unas conferencias en Pakistán, pero el doctor Motwani lo convenció de que cancelara su programa. Le imploró a K que no viajara a ese país. «Krishnaji, cuando conozcan tus puntos de vista, los fanáticos musulmanes querrán matarte». K aceptó la sugerencia y no dio las conferencias en ese país. Por ese motivo, K era prácticamente desconocido en el mundo musulmán y, dicho sea de paso, tampoco era conocido en el mundo comunista.

En la mansión del doctor Motwani, en Colombo, ofrecieron una recepción en honor de K. A ella asistieron los ministros del gobierno, políticos, periodistas, académicos y varios ciudadanos destacados. K abrazó calurosamente al doctor Motwani cuando llegó. Fue un gesto de amistad y afecto. Cuando K se hubo sentado, el doctor Motwani hizo un discurso formal de bienvenida, en el curso del cual pronunció la siguiente frase: «Krishnaji, cuando estoy contigo, siento que me encuentro en la sagrada presencia de Buda». K sonrió e inquirió de repente: «¿Pero alguna vez has estado en su presencia?» La falta total de egocentrismo de K resultó particularmente evidente en la recepción mencionada. Los caminos del ego sediento de cumplidos son extraños. Una de las características notables de K era que no le afectaba en absoluto el hecho de que sus admiradores lo tuvieran en alta estima. Ni los elogios ni las críticas hacían mella en él. Cuando uno se conoce a fondo, ¿importa acaso lo que el mundo piense?



 Susanaga Weeraperuma
KRISHNAMURTI TAL COMO LE CONOCÍ
Traducción de Celia Filipetto
Verdaguer, 1 08786 Capellades (Barcelona)

viernes, 5 de enero de 2007

Jiddu Krishnamurti y la Risa.

Durante los años del litigio vi a Krishnaji a menudo, a veces una vez a la semana en la casa de la señora Mary Zimbalist en Malibú donde él pasaba varios meses del año descansando y preparándose para sus conferencias públicas en Santa Mónica y más tarde en Ojai.

Después de informarme acerca de la última maniobra legal de Rajagopal para posponer la audiencia, y de reiterarme su deseo de llevar el asunto amigablemente, caminábamos por un estrecho sendero pedregoso hacia los arrecifes de la playa, vagábamos descansadamente a lo largo de la playa conforme el océano se tragaba el sol resplandeciente dando al cielo tonalidad de esplendor flamígero.

Yo siempre me divertía mirando cómo Krishnaji jugaba con las olas que lamían la orilla, como un niño, permitiendo que una ola rodara rápidamente hacia nosotros, perder fuerza en la rompiente y volverse a una distancia de unas cuantas pulgadas de sus pies que él brincaba en esa forma. El encontraba un verdadero placer en esto. Yo trataba de imitar su pequeño juego, pero no siendo tan rápido y ligero como él, generalmente fracasaba en moverme lo suficientemente rápido y era mojado. Una vez, sin embargo, Krishnaji mismo fue de plano cogido por una gran ola mientras su atención fue momentáneamente dirigida hacia un perro amigo de él, según dijo, quien vino saltando felizmente a saludarlo. Empapado de la cabeza a los pies se reía con ganas y continuamos nuestro juego de evitar las olas, hasta que nos detuvimos como siempre por una cadena amarrada a una cerca prohibiendo la entrada, puesta por una casa grande en la orilla del agua, forzando a aquellos que tenían el derecho legal a lo largo de una playa no obstruida a tener que entrar en el agua y nadar para pasar al otro lado. Krishnaji siempre se sentía disgustado al toparse con estos ilegales y arrogantes procederes, violando los derechos de los ciudadanos y nos preguntábamos cuánto habrían pagado estos ricos y probablemente políticamente importantes propietarios “por debajo de la mesa” para obtener que las cosas siguieran así.

Yo nunca lo molesté con problemas personales en estos paseos informales por la playa. Me parecía que era suficiente estar con él, caminando en silencio, jugando a saltar las olas riendo por alguna cosa trivial o haciendo alusión casual acerca de un crepúsculo espectacular, o sobre los pequeños pajaritos zancudos escurriéndose sobre la arena mojada, o las gaviotas dando vueltas y volando en círculos llamándose unas a otras, o el repentino y sonoro choque de una oleada contra una roca negra, dejando a ésta envuelta en un remolino de chorreante espuma, o la vista de una blanca vela en la distancia. Eran unos atardeceres maravillosos, de simple y quieto deleite, de comunión sin palabras entre uno y otro y con el ambiente. Podía yo comprender bien cómo Robinson Jeffers caminó con él por una hora en los bosques de la península de Monterrey sin decir una sola palabra.


K R I S H N A M U R T I
El Cantor y la Canción
(Memorias de una amistad)
Sidney Field Povedano
EDITORIAL ORIÓN
MÉXICO
1988




 

Jiddu Krishnamurti y la Risa.

El teléfono sonó. Era Krishnaji llamándome desde Ojai. Quería saber si podíamos hospedar a Koos van der Leenw. Explicó que el visitante había llegado inesperadamente y ellos tenían la casa llena en Arya Vihara. Le dije que con mucho gusto lo alojaríamos aunque él probablemente dormiría algo incómodo ya que no teníamos una cama suficientemente larga para él. Krishnaji se rió y dijo: “A Koos no le importará, ya está acostumbrado a eso”, observó.

Al día siguiente el alto y calvo filósofo Holandés llegó a nuestra casa en Hollywood usando un traje de boy scout, camisa kaki y pantalones cortos que lo hacían aparecer infinitamente alto. Me disculpé por la medida de la cama. Con su buen natural él dijo que había un clima tibio y que a él no le importaba dormir con sus pies fuera de la cama. Al día siguiente lo llevé a Santa Bárbara donde él permaneció por unas pocas semanas. Quería estar cerca de Ojai para ver a Krishnaji. No sé si él reprendió a Krishnamurti por la broma de la pasta de dientes en Eerde. El hecho es que él no lo olvidaría y no le hizo ninguna gracia. “Krishnaji será un gran maestro cuando madure” me dijo en el camino a Santa Bárbara.

Algunas semanas después él estaba de regreso en Hollywood. Quería comprar un aeroplano al que pilotaría para hacer una gira de pláticas por Africa, que había planeado. Lo lleve a Lockheed Aircraft, cuyo Presidente. Rolare Gross era amigo mío. Koos escogió un pulido modelo bimotor y en mi presencia, dio a Gross un cheque por 80 mil dólares. El aeroplano voló a Holanda, donde Koos tomó posesión de él. Se embarcó para su gira de pláticas en Africa, como lo planeara y, a su regreso a Holanda chocó en Kenya y se mató.


K R I S H N A M U R T I
El Cantor y la Canción
(Memorias de una amistad)
Sidney Field Povedano
EDITORIAL ORIÓN
MÉXICO
1988



 

Jiddu Krishnamurti y la Risa.

Antes de salir para Europa ese año, Krishnaji me pidió ir a almorzar en Arya Vihara. Después de su siesta de la tarde, él, Rajagopal y yo nos dirigimos a Matilija Hot Springs en el Valle, a donde Rajagopal quería ir para tomar un baño sulfuroso caliente para su artritis.

Nos pusieron en tres bañeras separadas llenas con el agua caliente y con un olor fuerte a sulfuro, a las que dividían en pequeños cubículos unos tabiques de madera. Además de cada bañera había una mesa pequeña con grandes vasos llenos de picante agua sulfurosa. Se suponía que era muy buena, muy purificadora, nos dijo el encargado. Yo tomé el vaso y olí el contenido. Instantáneamente decidí que era mejor no purificarme y lo regresé a la mesa. Rajagopal nos dijo que tuvo la misma reacción. Pero Krishnaji, siempre intentando descubrir algo nuevo, tomó un buen trago. Soñolientamente relajado y en parte adormecido por los vapores del sulfuro fui súbitamente sobresaltado por un terrible eructo en el cubículo de Krishnaji. “¿Está usted bien, Krishnaji?” lo llame.

-“Acabo de tragar un poco de esta agua sucia” me llegó su voz.

Todos reímos mucho a propósito de esto pero decidimos guardarlo para nosotros, porque historias como ésta tienen una forma de crecer en substancia y detalle hasta proporciones irreconocibles. Krishnaji, sin embargo, repitió la historia varias veces esa tarde a causa de su aliento sulfuroso.


K R I S H N A M U R T I
El Cantor y la Canción
(Memorias de una amistad)
Sidney Field Povedano
EDITORIAL ORIÓN
MÉXICO
1988

 

Jiddu Krishnamurti y la Risa.

Las pláticas y discusiones anuales de primavera en el Robledal habían seguido ininterrumpidamente por casi diez años, cuando me llegó como un choque, que la excitación apasionada por mi autodescubrimiento no jugaba ya una parte importante en mi vida. Me senté como enmohecido porque había llegado a un punto de saturación en los niveles verbal e intelectual de las enseñanzas de Krishnaji y necesitaba un respiro por algún tiempo. Por lo tanto llevaba a mi familia a el Robledal y después quietamente desaparecía en las montañas más allá de la arboleda hasta que todo se perdía de vista (apenas si podía oír el distante eco de la voz de Krishnaji) hasta que yo bajaba para recogerlos en un lugar convenido. En una de estas ocasiones me encontré con Krishnaji quien salía del Oak Grove con algunos amigos. Uno de ellos, una señora amiga mía me dijo: “¿No fue ésta una plática maravillosa?”

-“No lo sé dije- no la oí”. Contesté a su asombrada mirada volviéndome hacia Krishnaji. “Estoy atravesando por una etapa, Krishnaji, en la que simplemente no puedo escuchar otra plática”.

Krishnaji rió. “¡Gracias a Dios por eso!” disparo su respuesta.


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(Memorias de una amistad)
Sidney Field Povedano
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Jiddu Krishnamurti y la Risa.

Permanecí varios días más en Arya Vihara, gozando la compañía de Krishnaji, la belleza única del valle y la agradable temperatura. Fueron días felices de descanso. Bien sea que yo me había ajustado al “rugiente Kundalini” de Krishnaji o tal vez que él, compasivamente, lo hubiera detenido en mi beneficio. No hubo ya más discusiones serias. Yo le ayudaba a él a limpiar el establo ocupado por una sucia vaca. Le ayudaba con los platos, hacia largas caminatas con él, hablábamos de cosas sin importancia, reíamos y leíamos el estrafalario correo. El correo de Krishnaji era muy voluminoso. Su secretario en Hollywood lo contestaba, pero las cartas divertidas las apartaba a un lado para mi edificación. Una carta muy chistosa estaba escrita sólo en las márgenes del papel. Afirmaba que ambos, el que escribía y Krishnaji eran “huevos eléctricos” empollados con objeto de salvar este mundo loco. Seguían una serie de sugestiones de cómo hacerlo, incluyendo instrucciones de cómo preparar ciertos alimentos y cuándo comerlos con miras a obtener la iluminación. Esta carta debería haber sido conservada. Solamente un cerebro totalmente revuelto pudo haberla escrito.


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Jiddu Krishnamurti y la Risa.

La semana siguiente vi a Krishnamurti de nuevo en las oficinas de la Estrella en Beachwood Drive. Yo había ido allí para traducir algunas cartas al español, y él, llegó para ver a Rajagopal. Me preguntó entonces si me gustaría acompañarlos a él y a Rajagopal a ver un drama de Eugene O'Neill: “Lázaro Rio”, en el Teatro de Pasadena, la semana siguiente. Acepté alegremente. Por amigos de la familia que estaban en la industria del cine, supe que esta obra de O'Neill no era una de sus mejores obras, pero que Irving Pichel, el actor Shakesperiano que hacía el papel principal la haría valiosa. Para mí lo importante era sentarme cerca de Krishnaji. También sería ésta una buena oportunidad para conocer mejor a Rajagopal.

Esa tarde él estaba en uno de sus momentos agudos y divertidos. Reímos de sus chistes y de las mordaces observaciones que hacía de algunos de los más devotos de Krishnaji. Rajagopal era un guapo joven de mucha personalidad y encantos, quien se había llegado a Krishnamurti con credenciales de uno de los más prominentes líderes teosóficos C.W. Leadbeater.

Krishnaji lo nombró secretario general de la Orden de la Estrella, una posición que Nitya tenía antes de su muerte, y él había procedido a reorganizarla por completo. El era un buen organizador y un rudo trabajador. Era también muy mandón y podía ser inflexible en sus reglas de trabajo. Justamente lo más opuesto a Krishnaji. De todos modos, se hizo cargo de la Orden de la Estrella (la cual más tarde se convirtió en la Krishnamurti Writings Inc.) y manejó todo con mano firme.

Krishnaji, Rajagopal y yo habíamos comido juntos y nos dirigimos a Pasadena en el carro de Rajagopal. Después del arranque de hacia algunos días, yo me sentí maravillosamente tranquilo y feliz con él. Siempre era una gran diversión estar con Krishnaji cuando uno no sentía necesidad de discutir cosas serias, solamente agradable plática y chistes. A él le encantaban los buenos chistes, especialmente cuando ellos pinchaban a los egos grandes e inflados y siempre estaba divertido con las cosas tontas que dirían las gentes sobre el Instructor del Mundo. Se reía como un niño. Una explosión pura de diversión.

Como yo nunca había visto ni leído “Lázaro Río” no sabía lo que iba a pasar. Ni Krishnaji ni Rajagopal conocían algo acerca de ello, pero estuvimos de acuerdo en que si se hacía pesada la obra en la cuestión religiosa, nos saldríamos. Durante el intermedio nadie dijo nada acerca de irse. Con gusto volvimos a nuestros asientos para oír otra vez aquella maravillosa y vibrante risa de Irving Pichel cuando a Lázaro, al volver de la muerte, se le preguntó acerca de Dios. Era una risa que llenaba el auditorio como música y que decía diferentes cosas a diferentes personas.

De vuelta a casa platicamos sobre la obra. Yo pensé que había sido una representación inspirada, la cual me había tocado profundamente, no tanto por las palabras, las cuales a veces tenían gran poder, sino por la extraordinaria calidad de la risa de Lázaro. Krishnaji que no era particularmente afecto a las representaciones teatrales, parecía impresionado. Dijo algo sobre la profunda verdad de la tesis principal de la obra: que ningún ser humano puede formular pensamientos sobre Dios, pues no tiene otro recurso que responder con su risa.


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Jiddu Krishnamurti y la Risa.

Krishnaji volvió a Ojai el siguiente año. Trajo con él a un amigo íntimo, Jadú Prasad, a quien yo conocí en Eerde y me agradó mucho. Jadú tenía una personalidad cálida y abierta, una mente aguda y un delicioso sentido del humor.

Un poco después todo el grupo de Arya Vihara vino a comer a casa. Rosalind y Rajagopal se habían casado recientemente, por lo tanto la ocasión de la comida tenía un significado particularmente festivo. Fue una reunión divertida durante la cual Krishnaji se divirtió mucho con una escapada de mi hermano John, a quien aludía en su carta que me escribió en junio 5 de 1931. John había ido a una reunión con su amiga favorita y aun cuando fue durante los días de la prohibición, él bebió mucho. Un amigo lo trajo a casa y lo llevó a la cama. Un poco después, al despertar y aun bajo la influencia del alcohol, se dio cuenta de que su amiga había permanecido en la reunión sin que la acompañara. Decidió ir a buscarla inmediatamente; por lo tanto brincó de la cama, abrió la ventana de su cuarto en el segundo piso y se estrelló abajo. Un toldo, precisamente bajo la ventana, detuvo un tanto su caída, la cual, de todos modos le causó una profunda herida en su cabeza. Confuso y desorientado cuando volvió en sí empezó a caminar hacia la casa de un vecino, cruzando la calle. Entró por la puerta de atrás (en aquellos días pocas casas estaban cerradas en la noche), entró a la cocina, tomó una pieza de pollo del refrigerador y se sentó a comerla. Despertado por la conmoción, el sirviente japonés de la casa vino a investigar. Cuando entró a la cocina, se sintió congelado con un asombro en la mirada de que un extraño en pijamas con su cara sangrienta, calmadamente comía una pieza de pollo. El muchacho gritó aterrorizado. John voló, encontrando milagrosamente su camino a casa. En el patio me llamó. Yo desperté y lo hice entrar, preguntándome si estaba soñando. Entre tanto los vecinos habían llamado a la policía, que siguiendo la huella de sangre a nuestra casa, golpearon fuertemente en la puerta del frente. Tratamos de persuadirlos de que era un sonámbulo que había equivocado la ventana con una puerta; pero ellos insistieron en verlo. Mientras mis padres discutían con la policía, yo me subí a su cuarto y lo aleccioné de lo que tenía que decir a la policía. Bajo ninguna circunstancia debería admitir que estaba intoxicado. Cuando ellos lo vieron finalmente, su sola respuesta fue “Soy un sonámbulo”. “Yo soy un sonámbulo”. No pienso que ellos hayan creído una palabra de eso, su aliento hablaba por él; pero ellos con buen natural se portaron amables respecto a esto y simplemente le advirtieron que cuidara sus pasos. ¡Caminar dormido puede ocasionarle un verdadero problema!


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Jiddu Krishnamurti y la Risa.

Durante todo este tiempo no pude ver mucho a mi excitante nueva amiga Ruth Roberts. Ella estaba generalmente ocupada con sus antiguos amigos. Entre ellos estaba un rico filósofo holandés, J.J. van der Leeuw, quien le había propuesto matrimonio. Koos, como todo el mundo lo llamaba, era un hombre muy alto y muy serio, tal como debía ser un filósofo. Además, él era totalmente calvo y se le adjudicaba un pequeño suceso que él erudito filósofo nunca se cansó de repetir. Parece que una tarde soleada estaba inocentemente bajo la ventana del segundo piso de uno de los cuartos en el edificio anexo, cuando súbitamente sintió una gota de materia pegajosa que cayó sobre su calva. Filósofo como era, permaneció calmado y silencioso, pensando que algún gran pájaro al pasar lo ensució. Era su karma. Hizo lo mejor que pudo. Lentamente y con un mínimo de escándalo como para no ser notado, agachó su cabeza para quitar aquella gota ofensiva. Entonces la terrible verdad se hizo evidente: la suciedad del pájaro era tan sólo una ordinaria pasta dental. Un truco muy sucio perpetrado por alguien con un equivocado sentido del humor, pensó él. Lleno de justa indignación miró hacia arriba y de acuerdo a su propio decir, vio a Krishnaji y a Rajagopal ocultándose tras la ventana que estaba directamente sobre de él, cayéndose de risa. Koos airadamente se limpió como pudo y buscó el baño más cercano. ¡El tema de la liberación había llegado a un punto insoportable!

Más tarde y por diversión pregunté a Krishnaji si él o Rajagopal eran los responsables de haber exprimido la pasta dental sobre la cabeza calva de Koos, con malignidad certera. Krishnaji se rió con traviesa exuberancia y dijo simplemente que Rajagopal tenía un fantástico sentido del humor, y que Koos se había mostrado incomprensivo sobre ello.



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