lunes, 11 de diciembre de 2006

Jiddu Krishnamurti y Pupul Jayakar.


Conocí por primera vez a Krishnamurti en enero de 1948. Yo tenía treinta y dos años y había venido a vivir a Bombay después de casarme con mi esposo, Manmohan Jayakar, en 1937. Mi hija única, Radhika, nació un año más tarde.

Hacía cinco meses que la India era independiente, y yo veía extenderse por delante un grato futuro. Mi entrada en la política era inminente. En esa época, los hombres y mujeres comprometidos en la lucha por la libertad, se volcaban también hacia lo que por entonces se conocía como los programas sociales o constructivos iniciados por el Mahatma Gandhi. Esto abarcaba todos los aspectos concernientes al establecimiento de la nación, particularmente aquellas actividades relacionadas con la India de las aldeas. Desde 1941 yo me había vuelto muy activa en cuestiones de organización vinculadas al bienestar de las mujeres aldeanas, de las cooperativas y de las industrias del campo. Para mí fue una iniciación ardua y rigurosa. Con la libertad, las consecuencias de la partición me vieron en el centro mismo de la principal organización de ayuda establecida en Bombay para los refugiados que, a montones, ingresaban al país desde Pakistán.



Una mañana de domingo fui a ver a mi madre, que vivía en Malabar Hill, Bombay, en un viejo “bungalow” de estructura irregular techado con tejas de la región. La encontré acompañada por mi hermana Nandini, ambas listas para salir. Me dijeron que Sanjeeva Rao, que había estudiado con mi padre en el King’s College de Cambridge, había venido a ver a mi madre. Él observó que, aun después de varios años de luto, ella seguía sumida en un gran dolor por la muerte de mi padre. Se había sugerido, entonces, que un encuentro con Krishnamurti podía ayudarla. Una imagen acudió de súbito a mi mente: la escuela de Varanasi (Benarés), donde yo era estudiante diurna a mediados de 1920. Rememoré la visión de un Krishnamurti muy joven, una figura delgada, hermosa, vestida de blanco; estaba sentado con las piernas cruzadas, mientras uno de los cincuenta niños ponía flores delante de él...

Esa mañana yo no tenía nada que hacer, de modo que acompañé a mi madre. Cuando llegamos a la casa de Ratansi Morarji en Carmichael Road, donde estaba alojado Krishnamurti, vi a Achyut Patwardhan parado fuera de la entrada. En años recientes él se había convertido en un combatiente revolucionario por la libertad, pero yo le conocía desde que éramos niños y vivíamos en Varanasi, en 1920. Conversamos por unos momentos antes de entrar en el salón para esperar a Krishnamurti.

Krishnamurti penetró en la habitación silenciosamente, y mis sentidos estallaron; tuve una súbita e intensa percepción de inmensidad y resplandor. Él llenó la estancia con su presencia, y por un instante me sentí arrasada. No podía hacer otra cosa que mirarlo fijamente.

Nandini presentó a mi madre, de cuerpo frágil y diminuto, y luego se volvió y me presentó a mí. Nos sentamos. Con cierta vacilación, mi madre comenzó a hablar de mi padre, de su amor por él y de la tremenda pérdida que ella había experimentado y que parecía incapaz de aceptar. Le preguntó a Krishnamurti si se encontraría con mi padre en el otro mundo. Por entonces, la acrecentada intensidad de percepción que su presencia había evocado al principio, comenzaba a desvanecerse, y me acomodé en la silla para escuchar lo que yo esperaba iba a ser una respuesta consoladora. Sabía que muchas personas acongojadas le habían visitado, y estaba segura de que él conocería las palabras con las cuales confortarlas.

Abruptamente, habló: “Lo siento, señora. Usted ha acudido al hombre equivocado. Yo no puedo darle el consuelo que busca”. Me enderecé en el asiento, perpleja. “Usted quiere que yo le diga que se encontrará con su esposo después de la muerte, ¿pero qué esposo desea usted encontrar? ¿El hombre que se casó con usted, el hombre con quien estaba cuando usted era joven, el hombre que murió, o el hombre que hoy sería él si hubiera vivido?” Se detuvo y permaneció en silencio por unos instantes. “¿Qué esposo desea encontrar? Porque, seguramente, el hombre que murió no era el mismo que se casó con usted”.

Percibí un restallido de atención en mi mente; yo acababa de escuchar algo extraordinariamente retador. Mi madre parecía muy perturbada. No estaba preparada para aceptar que el tiempo pudiera establecer alguna diferencia en el hombre que ella amó. Dijo: “Mi esposo no habría cambiado”, Krishnamurti replicó: “¿Por qué quiere encontrarse con él? Usted no echa de menos a su esposo, sino el recuerdo de su esposo”. Hizo una nueva pausa, permitiendo que las palabras calaran profundamente.

“Señora, perdóneme”. Él entrelazó sus manos y yo tomé conciencia de la perfección de sus gestos, “¿Por qué mantiene usted vivo su recuerdo? ¿Por qué desea recrearlo en su mente? ¿Por qué trata de vivir en el dolor y continuar con el dolor?” Sentí que mis sensaciones se intensificaban. Su negativa a ser benévolo en el sentido aceptado de la palabra, era demoledora. Mi mente saltaba para aproximarse a la claridad y precisión de sus palabras. Yo sentía que estaba en contacto con algo inmenso y totalmente nuevo. Aunque las palabras sonaran crueles, en sus ojos había dulzura y, de su ser fluía una cualidad curativa. Mientras hablaba, sostenía él la mano de mi madre.

Nandini vio que mi madre estaba alterada. Entonces cambió la conversación y empezó a hablarle a Krishnamurti del resto de la familia. Le dijo que yo era una trabajadora social interesada en la política. Él estaba serio cuando se volvió hacia mí y me preguntó por qué hacía trabajo social. Le respondí diciéndole que ello daba plenitud a mi vida. Sonrió. Eso me hizo sentir incómoda y nerviosa. Luego dijo: “Somos como el hombre que trata de llenar con agua un cubo agujereado. Cuanta más agua vierte dentro, tanta más se derrama fuera, y el cubo permanece vacío”.

Él me miraba sin presionarme. Dijo: “¿De qué trata usted de escapar? Trabajo social, placer, vivir en el dolor... ¿no son todos escapes, intentos de llenar el vacío interno? ¿Puede este vacío llenarse? Y sin embargo, llenar este vacío es todo el proceso de nuestra existencia”.

Yo encontraba sus palabras muy perturbadoras, pero sentía que debían ser exploradas. Para mí, la acción era vida; y lo que él decía resultaba incomprensible. Le pregunté si lo que quería era que yo me sentara en mi casa sin hacer nada. Él escuchaba; y tuve la peculiar sensación de que su escuchar era diferente de todo cuanto yo había jamás percibido o experimentado. Entonces sonrió ante mi pregunta, y su sonrisa llenó la habitación. Poco después de eso nos marchamos. Krishnamurti me dijo: “Nos encontraremos nuevamente”.

La reunión me había dejado muy alterada. No podía dormir, sus palabras seguían surgiendo en mi mente. Con el paso de los días, comencé a asistir a las pláticas que él estaba ofreciendo en los jardines de Sir Chunilal Mehta, el suegro de Nandini. Yo encontraba difícil comprender lo que Krishnamurti decía, pero su presencia me resultaba arrolladora y continuaba yendo. Él hablaba del caos del mundo como la proyección del caos individual. Nos decía que todas las organizaciones y los “ismos” habían fracasado, y que en nuestra búsqueda de seguridad formábamos nuevas organizaciones que a su vez nos traicionaban.

Yo tenía la sensación de no encontrarme en el nivel desde el cual él nos hablaba. Después de unos días solicité una entrevista.

Me movía el impulso de estar con él, de ser observada por él, de sondear en el misterio que impregnaba su presencia. Estaba asustada de lo que podría ocurrir, pero no podía impedirlo. Durante los dos días anteriores a nuestra entrevista, estuve planeando lo que le diría y cómo se lo diría. Cuando entré en la habitación, lo encontré sentado en el piso, con la espalda erecta y las piernas cruzadas, vestido con un inmaculado kurta blanco que se extendía hasta debajo de sus rodillas. Se levantó de un salto, y sus largos dedos semejantes a pétalos se plegaron en el saludo. Me senté frente a él. Vio que yo estaba nerviosa y me pidió que me tranquilizara.

Después de un rato comencé a hablar. Siempre había estado segura de mí misma, de modo que, aunque vacilaba, pronto descubrí que estaba hablando normalmente y que aquello que había planeado decir brotaba a raudales. Hablé de toda mi vida y de mi trabajo, de mi interés por los desamparados, de mi deseo de entrar en la política, de mi labor en el movimiento cooperativo, de mi interés en el arte. Estaba completamente absorta en lo que tenía que decir, en la impresión que trataba de crear. Sin embargo, después de unos momentos tuve la incómoda sensación de que él no escuchaba. Levanté la vista y vi que me estaba mirando con intensidad; sus ojos me interrogaban y sondeaban profundamente. Titubeé y me quedé silenciosa. Luego de una pausa, dijo: “La he observado durante las discusiones. Cuando se encuentra en reposo, hay en su rostro una gran tristeza”.

Olvidé lo que me proponía decir, lo olvidé todo excepto el pesar que había dentro de mí. Yo siempre me había negado a permitir que el dolor me venciera. Estaba tan profundamente enterrado, que muy raras veces hacía impacto en mi mente consciente. Me horrorizaba la idea de que otros pudieran mostrarme piedad y simpatía, y había ocultado mi dolor bajo capas de agresión. Jamás había hablado de esto con nadie ni siquiera para mí misma había admitido mi sentimiento de soledad­; pero ante este silencioso desconocido cayeron todas las máscaras. Miré dentro de sus ojos, y lo que vi reflejado fue mi propio rostro. Como un torrente largamente contenido, acudieron las palabras.

Me recordé a mí misma siendo una niña pequeña, una entre cinco, tímida y dulce, herida ante la más leve aspereza. De piel oscura en una familia donde todos eran hermosos, pasando inadvertida, niña cuando debía haber sido un muchacho, viviendo en una gran casa de construcción irregular, sola durante horas, leyendo libros que rara vez entendía. Me recordé sentada en una terraza poco frecuentada que daba frente a árboles añosos; escuchando leyendas de ogros y héroes, de Hatim Tai y Alí Babá ­los relatos de este antiguo país contados por Immamuddin, el sastre musulmán de barba blanca, quien se sentaba durante todo el día en la terraza con su máquina de coser­. Me recordé escuchando el Ram Charir Manas de Tulsida, cantado por Ram Khilavan, el ciego “coolie” punkah que nos abanicaba, y recordé la fragancia de las frescas, húmedas esteras de khus en un día de verano. (Ram Charir Manas es la historia de Ram y Sita, de la epopeya Ramayana, compuesta en dialecto local por el poeta Tulsidas en una cuarteta insertada en el texto. Antes de que la electricidad llegara a la India, cada “bungalow”, tenia una larga vara de madera colgada horizontalmente del alto cielo raso, la cual llevaba atado un pesado lienzo ornamental. Una cuerda conectaba la vara a través de un agujero en el muro de la terraza exterior, donde un hombre se sentaba tirando de la cuerda y moviendo de esta manera el abanico para crear una ligera brisa en el espantoso calor que impera durante los meses del verano en el norte de la India. Las fragantes esteras de khus colgaban en puertas y ventanas. Cuando estaban húmedas, el viento caliente que soplaba a través de ellas se transformaba en una brisa fresca y perfumada). Recordé los paseos con mi institutriz irlandesa, aprendiendo acerca de plantas y del nombre de las flores, deleitándome con la historia de los reyes y reinas de Inglaterra, Arturo y Ginebra, Enrique VIII y Ana Bolena; jamás jugando con muñecas y muy raras veces con otras niñas. Recordé lo atemorizada que estaba de mi padre, aunque secretamente lo adoraba.

Me recordé a la edad de once años, los brotes abriéndose en mi matriz, el primer flujo de sangre, y con éste un milagroso florecer. Era embriagador madurar y ser joven, ser admirada, vivir intensamente cabalgar, nadar, jugar tenis, bailar­. Con un desenfreno desbordante, yo corría deprisa para encontrarme con la vida.

Me recordé yendo a Inglaterra, el colegio y la estimulación de la mente; el encuentro con mi esposo, el regreso a la India, el matrimonio y el nacimiento de mi hija Radhika.

Inevitablemente, pronto rechacé el papel de ama de casa. Me sumergí en el trabajo social, jugaba bridge y póquer por apuestas altas, vivía en el corazón de la vida social e intelectual de Bombay. Después otro embarazo; al séptimo mes un ataque de eclampsia trajo consigo violentas convulsiones y una ceguera total.

Recordé la azorada angustia de las tinieblas y las explosivas tormentas de color: azul oscuro, el color del pájaro neelkantha, el color del fuego azul. El cerebro sufriendo estragos con las convulsiones del cuerpo; luego el fin de los latidos en el vientre y la muerte del bebé jamás visto; el pesado y mortal silencio de las entrañas. La vista retornando a través de una neblina, como puntos grises que convergían para crear la forma.

Mi mente se detuvo, las palabras terminaron, y miré nuevamente al bello desconocido. Pero la atormentadora pena ocasionada por la muerte de mi padre pronto despertó en mí, y otra vez hubo lágrimas, angustia insoportable.

Las palabras no habrían de terminar. Hablé de las múltiples cicatrices del vivir, de la lucha por la supervivencia, de la crueldad creciente, del lento endurecimiento, de la agresión y la ambición, de mi apremio interno con las exigencias de éxito. Después, el otro embarazo, el nacimiento de una niñita, hermosa de rostro pero deforme. Y el sumergimiento en la angustia, y otra vez la muerte de la niña. Ocho años de esterilidad de la mente, del corazón y de las entrañas; y después la muerte.

En presencia de él, el pasado oculto en la oscuridad del largo olvido encontró forma y despertó. Él era un espejo que reflejaba. Había ausencia de personalidad, del evaluador que pudiera sopesar y deformar. Proseguí tratando de ocultar algo de mi pasado, pero él no me lo permitía. En el campo de la compasión había ahora una cualidad de fuerza inmensa. Dijo: “Yo puedo ver si usted lo desea”. Y entonces, las palabras que por años me habían estado destruyendo, finalmente se expresaron. Decirlas me trajo un dolor inmenso, pero el escuchar de él era como el escuchar de los vientos o la vasta expansión del mar.

Había estado con Krishnaji durante dos horas. (Ver el Prefacio con la explicación de las diversas forman del nombre de Krishnamurti que se emplean en este libro). Cuando dejé la habitación, mi cuerpo se sentía destrozado, y no obstante una energía curativa había fluido a través de mí. Yo había percibido una nueva manera de observar, una nueva manera de escuchar, sin reacción, un escuchar que surgía de la distancia y la profundidad. Mientras yo hablaba, él parecía atento no sólo a lo que se decía las expresiones, los gestos, las actitudes­ sino también a lo que estaba sucediendo alrededor de él el pájaro cantando en el árbol que se veía por la ventana, una flor cayendo de un vaso­. En medio de mi clamor, me dijo: “¿Vio caer esa flor?”, mi mente se detuvo confundida.



Yo había estado escuchando a Krishnamurti durante varios días. Fui a sus pláticas, asistí a las discusiones, reflexioné, discutí con mis amigos lo que él decía. En la tarde del 30 de enero, cuando todos nos habíamos reunido alrededor de él en la casa de Ratansi Morarji, llamaron a Achyut por teléfono. Cuando regresó, su rostro estaba pálido.

“Gandhiji ha sido asesinado”, dijo. Por un instante el tiempo se detuvo. Krishnaji se había quedado muy silencioso. Parecía estar atento a cada uno de nosotros y a nuestras reacciones. Entre nosotros surgió un solo pensamiento: ¿El asesino era hindú o musulmán? Rao, el hermano de Achyut, preguntó: “¿Hay noticias del matador?” Achyut contestó que no lo sabía. Las consecuencias que seguirían si el asesino fuera un musulmán, estaban claras para todos. Nos levantamos silenciosamente, y uno a uno dejamos la habitación.

Las noticias de que Gandhi había sido asesinado por un brahmin de Poona, recorrieron la ciudad; en Poona estallaron disturbios contra los brahmines. Uno podía oír el suspiro de alivio de los residentes musulmanes. Escuchamos la angustiada voz de Jawaharlal Nehru dirigiéndose a la nación. El país parecía paralizado. Lo inconcebible había sucedido, y por un breve momento hombres y mujeres exploraron en sus corazones.

El 1º de febrero, un auditorio más apaciguado se reunió para escuchar la plática de Krishnaji. Se le formuló una pregunta difícil: “¿Cuáles son las causas reales de la extemporánea muerte del Mahatma Gandhi?

Krishnamurti replicó: “Me pregunto cuál fue la reacción de ustedes cuando escucharon las noticias. ¿Cuál fue la respuesta? ¿Ello les afectó como una pérdida personal, o como una indicación del curso tomado por los acontecimientos mundiales? Los sucesos del mundo no son incidentes desconectados unos de otros; están relacionados entre sí. La causa real de la extemporánea muerte de Gandhiji radica en ustedes. La verdadera causa son ustedes. Debido a que son comunales, fomentan el espíritu de división ­a través de la propiedad, de la casta, de la ideología, de las diferentes religiones que profesan, de las sectas, de los líderes­. Cuando alguno de ustedes se titula a sí mismo hindú, musulmán, parsi o Dios sabe qué otra cosa, está obligado a producir conflicto en el mundo”.

Después de esto, durante días discutimos la violencia, su origen y su terminación. Para Krishnaji, la no-violencia como ideal era una ilusión. La realidad era el hecho de la violencia, el surgimiento de la percepción capaz de comprender la naturaleza de la violencia y la terminación de la violencia en el “ahora” el presente de la existencia, único ámbito en que era posible la acción­.

En las pláticas que siguieron, habló de los problemas cotidianos que afronta la humanidad el miedo, la ira, los celos, la feroz embestida de la posesión­. Al referirse a las relaciones como el espejo para el descubrimiento propio, usó el ejemplo del marido y la esposa, la relación más íntima y, no obstante, a menudo la más insensible e hipócrita. Los hombres miraban con ojos embarazados a sus esposas. Algunos hindúes tradicionales abandonaron las pláticas, incapaces de entender qué tenía que ver la relación de marido y mujer con el discurso religioso. Krishnaji rehusaba apartarse de “lo que es”, de lo real. Se negaba a discutir abstracciones tales como Dios o la eternidad, mientras la mente fuera un remolino de lujuria, odio y celos. Fue por esta época que algunas personas de su auditorio comenzaron a sentir que él no creía en Dios.



A mediados de febrero fui a verle nuevamente. Me preguntó si yo había advertido algo distinto en mi proceso de pensar. Le dije que no tenía tantos pensamientos como antes, que mi mente no estaba tan intranquila como acostumbraba estar.

Él dijo: “Si usted ha estado experimentando con el conocimiento propio, habrá notado que su pensar ha disminuido la velocidad, que su mente ya no divaga sin descanso”. Estuvo callado por un rato; yo esperé que continuara. “Trate de agotar cada pensamiento hasta el fin, llévelo hasta su término. Descubrirá que esto es muy difícil, porque apenas surge un pensamiento, éste ya es perseguido por otro pensamiento. La mente se niega a completar un pensamiento; escapa de pensamiento en pensamiento”. Es así. Cuando yo he tratado de seguir un pensamiento, siempre he advertido lo rápidamente que éste elude al observador.

Le pregunté entonces cómo podría uno completar un pensamiento. Contestó: “El pensamiento sólo puede llegar a su fin cuando el pensador se comprende a sí mismo, cuando ve que pensador y pensamiento no son dos procesos separados; que el pensador es el pensamiento, y que el pensador se separa a sí mismo del pensamiento para su propia protección y continuidad. De modo que el pensador esta constantemente produciendo pensamientos que se transforman y cambian”. Hizo una pausa”.

“¿Está el pensador separado de sus pensamientos?” Había largas pausas entre sus frases, como si él esperara que las palabras viajaran lejos y profundamente. “Elimine el pensamiento y, ¿dónde está el pensador? Descubrirá que el pensador no existe. Así, cuando usted completa cada pensamiento, bueno o malo, hasta el final lo cual es extremadamente arduo­ la mente se mueve con mayor lentitud. Para comprender el yo, el yo debe ser observado mientras opera. Ello puede ocurrir sólo cuando la mente se aquieta ­y esto puede usted hacerlo únicamente si sigue cada pensamiento, a medida que surge, hasta su terminación­. Verá entonces que sus condenaciones, sus deseos, sus celos, se revelarán ante una conciencia que está vacía y completamente silenciosa”.

Escuchándolo por más de un mes, mi mente se había vuelto más flexible; ya no estaba cristalizada y sólida en sus incrustaciones. Le pregunté: “Pero cuando la conciencia está llena de prejuicios, deseos, recuerdos, ¿puede comprender al pensamiento?”

“No”, contestó, “porque está actuando constantemente sobre el pensamiento escapando de él o confiando en él­”. Se quedó callado nuevamente. “Si usted sigue cada pensamiento hasta su consumación, verá que al final de ese pensamiento hay silencio. A causa de ello existe una renovación. El pensamiento que surge desde este silencio ya no contiene más al deseo como fuerza motriz: emerge desde un estado no obstruido por la memoria.

“Pero si luego el pensamiento que así surge no se completa, deja un residuo. Entonces no hay renovación, y la mente está presa otra vez en una conciencia que es memoria, que está atada por el pasado, por el ayer. Cada pensamiento que sigue entonces, es el pasado el cual no tiene realidad­.

“La nueva manera de abordar esto, es terminar con el tiempo”, concluyó Krishnaji. Yo no comprendí, pero me retiré con las palabras vivas dentro de mí.



Nandini y yo llevábamos a veces con nosotras a Krishnaji para paseos nocturnos en automóvil a los Jardines Colgantes de Malabar Hill, o a la playa de Worli. En ocasiones solíamos caminar con él, encontrando difícil seguirle el paso con sus largas zancadas. Otras veces acostumbraba caminar solo, y al regresar después de una hora era un desconocido. Durante los paseos con nosotras, solía hablar ocasionalmente de su juventud, de su vida en la Sociedad Teosófica y de sus primeros años en Ojai, California. Nos contó acerca de su hermano Nitya, de sus compañeros Rajagopal y Rosalind y de la Happy Valley School (Escuela del Valle Feliz). A menudo, cuando hablaba del pasado, su memoria solía ser precisa, exacta. Otras veces se volvía vago y decía que no recordaba. Era rápido para sonreír, y su risa era profunda y resonante. Compartía bromas y nos formulaba preguntas acerca de nuestra infancia y nuestra madurez. También hablaba de la India, ansiosamente interesado en nuestro parecer sobre lo que estaba ocurriendo en el país. Nos sentíamos tímidas e indecisas; una sensación de misterio y su arrolladora presencia tornaban difícil para nosotras ser informales con él o hablar de trivialidades estando él presente. Pero su risa lo aproximaba más a nosotras.

Durante unos días discutimos el pensamiento. Él solía preguntar: “¿Ha observado usted cómo nace el pensamiento? ¿Ha observado su terminación?” Otro día habría de decir: “Tome un pensamiento, permanezca con él, reténgalo en la conciencia; verá qué difícil resulta sostener un pensamiento tal como es hasta que el pensamiento se termina”.

Le conté a Krishnaji que, desde que lo había conocido, me estaba despertando en las mañanas sin pensamientos, sólo con el sonido de los pájaros y las voces distantes de la calle fluyendo a través de mi mente.



Para los hindúes, el extraño de espalda recta, el mendicante que se detiene y aguarda en los portales de las casas con la mente conteniendo una invitación a “lo otro”, es un símbolo de poder. Evoca en el dueño de casa hombre o mujer­ anhelos apasionados, angustias, un tratar de alcanzar física e internamente aquello que es inalcanzable. Pero este profeta reía y bromeaba, paseaba con nosotras, estaba cerca y, no obstante, muy lejos. Con mucha vacilación, le invitamos a cenar en la casa de mi madre.

Llegó sonriente, vistiendo un dhoti un largo kurta y un angavastram (Un dhoti es una tela de algodón tejido a mano, no cosida, de cuarenta y cinco pulgadas de ancho y cinco yardas de largo, con un dobladillo simple de color rojo oscuro o negro. Va atado alrededor del talle, plegada en el frente, y se dobla entre las piernas para asegurarse en la espalda y caer hasta los tobillos. Es una prenda elegante para vestir en ocasiones ceremoniales. El kurta es una camisa suelta, cosida, sin cuello, con mangas largas, y llega hasta debajo de las rodillas. Un angavastram es un chal de algodón tejido a mano, sin blanquear, con un dobladillo de color rojo oscuro, índigo o negro, y tiene un dibujo tejido en color dorado. Plegado y echado sobre el hombro, se usa en todas las ocasiones ceremoniales, particularmente en el sur de la India) y fue recibido con flores por mi menudita madre. Ella jamás había tenido una educación formal, pero el natural refinamiento de su mente, su gracia y dignidad, hacían posible para ella encontrarse y hablar con Krishnaji. Era la viuda de un antiguo funcionario civil de la India. Mientras vivía con mi padre, había participado en su vida intelectual y social, actuando junto a hombres de letras y trabajadores sociales, siendo ella misma una trabajadora social. Tenaz y despierta, mi madre se había desprendido tempranamente de la tradición en su vida marital. Hablaba el inglés con facilidad, tenía donaire para recibir a los invitados, cocinaba deliciosamente. En mi infancia teníamos dos cocineras, una para comidas Gujarati vegetarianas, y otra adiestrada en el arte culinario occidental; un mayordomo Goan aguardaba junto a la mesa. La muerte de mi padre la había destrozado, pero la casa materna continuaba resonando con risas, a las cuales se unió la de Krishnaji. Pronto se sintió él como en su casa, y vino frecuentemente a cenar. A fines de marzo ya podíamos hablarle con naturalidad; sin embargo, después de cada una de sus pláticas y discusiones, percibíamos intensamente las distancias que nos separaban del misterio que no podíamos alcanzar ni comprender.



Hacia fines de marzo, le hablé a Krishnaji del estado de mi mente y de los pensamientos que me perseguían. Le hablé de los momentos de quietud y de los estallidos de actividad frenética; de los días en que mi mente estaba presa en el dolor de no realizarse. Me aturdían estos constantes saltos de la mente hacia atrás y hacia adelante.

Él tomó mi mano y nos sentamos en silencio. Finalmente, dijo: “Usted está agitada. ¿Por qué?” Yo no lo sabía, y me quedé callada. “¿Por qué es usted ambiciosa? ¿Quiere ser como alguien que usted conoce y que ha avanzado más?”

Vacilé y luego dije: “No”.

“Usted tiene un buen cerebro”, continuó, “un buen instrumento que no ha sido correctamente usado. Posee un impulso interno que ha sido mal dirigido. ¿Por qué es ambiciosa? ¿Qué es lo que desea llegar a ser? ¿Por qué quiere malgastar su cerebro?”

Estuve súbitamente alerta. “¿Por qué soy ambiciosa? ¿Puedo evitar ser lo que soy? Estoy atareada trabajando, realizando cosas. No podemos ser como usted”. Su mirada era inquisitiva. Por un rato permaneció sin hablar, permitiendo que lo que estaba latente dentro de mí se revelara a sí mismo. Luego preguntó: “¿Ha estado alguna vez sola, sin libros, sin la radio? Trate de hacerlo y vea lo que ocurre”.

“Enloquecería, yo no puedo estar sola”. “Inténtelo y vea. Para que la mente sea creativa, tiene que haber quietud. Una quietud profunda que sólo puede existir cuando uno se ha enfrentado a su soledad.

“Usted es una mujer, y sin embargo tiene dentro de sí mucho de hombre. Ha descuidado a la mujer. Mire dentro de usted misma”. Sentí removerse algo muy profundo en mi interior, el desmenuzamiento de múltiples costras de insensibilidad. Y otra vez la desgarradora angustia.

“Usted necesita afecto, Pupul, y no lo encuentra. ¿Por qué extiende su escudilla limosnera?”

“No lo hago”, dije. “Es una cosa que jamás he hecho. Antes moriría que pedir afecto”.

“Usted no lo ha pedido. Lo ha sofocado. No obstante, la escudilla del mendigo está siempre ahí. Si su escudilla estuviese llena, no necesitaría extenderla. Es porque se encuentra vacía que está ahí”

Por un instante me miré a mí misma. Cuando niña lloraba a menudo. De adulta, no permitía que nada me lastimara. Rechazaba eso furiosamente y atacaba. Él dijo: “Si usted ama a alguien, no exige nada. Entonces, si encuentra que ese alguien no le ama, usted le ayudará a amar, así sea a alguna otra persona”. Me vi a mí misma con claridad la amargura, la dureza­. Me volví hacia él. “Eso es demasiado horrible para mirarlo. ¿Qué he hecho de mí?”

“Criticándose no resuelve el problema. No hay riqueza fluyendo en su interior, de otro modo no necesitaría simpatía y afecto. ¿Por qué no tiene usted riqueza? Vea, esto es lo que usted es. Uno no condena a un hombre que está enfermo. Esta es su enfermedad; mírela con calma y sencillamente, con compasión. Sería estúpido condenarla o justificarla. El acto de condenar es otro movimiento del pasado para fortalecerse a sí mismo. Mire lo que ocurre en su mente consciente. ¿Por qué es usted agresiva? ¿Por qué desea ser el centro de cualquier grupo?

“Cuando mire usted la mente consciente, la inconsciente lanzará poco a poco sus insinuaciones en sueños, en el estado de vigilia del pensamiento­”.

Habíamos estado hablando por más de una hora, pero ese lapso nada significaba. En su presencia uno perdía el sentido del tiempo como duración. Le hablé de los cambios que estaban ocurriendo en mi vida. Yo ya no estaba segura de mí misma ni de mi trabajo. Si bien los deseos e instintos aún surgían, carecían de vitalidad.

Le dije que me había dado cuenta de que gran parte del trabajo que estaba haciendo se basaba en el engrandecimiento propio. Ya no me parecía posible ingresar en la vida política. También mi vida social estaba cambiando radicalmente. Entre todas las cosas, ya no podía jugar más al póquer. Había tratado de jugar, pero encontré que me estaba faltando la intención de ser más lista que los otros jugadores. Espontáneamente, tenía momentos de percepción lúcida en medio del juego de póquer que hacían imposible el “bluff”. Krishnaji echó la cabeza hacia atrás y rió y rió y rió.

Le expliqué que a veces sentía un inmenso equilibrio interno, como el de un pájaro jugando con el viento. Todo deseo se disolvía en esta intensidad, se consumía a si mismo. Otras veces me hundía en las realizaciones personales. Mis amarras se iban soltando y yo estaba a la deriva. No sabía qué había por delante. Jamás me había sentido tan insegura de mí misma.

Krishnaji dijo: “La semilla ha sido plantada, permítale que germine déjela en barbecho por un tiempo­. Esto ha sido completamente nuevo para usted. Al llegar a ello sin preconceptos ni nociones ni creencias, hubo un impacto directo; ahora la mente necesitará descanso. No ejerza presión sobre ella”.

Permanecimos callados. Krishnaji dijo: “Obsérvese a sí misma. Usted tiene un empuje que pocas mujeres poseen. En este país, los hombres y mujeres se agotan muy fácilmente, muy tempranamente en la vida. Es el clima, el modo de vivir, el estancamiento. Vea que ese empuje no se pierda. Al librarse de la agresión, no se vuelva inocua y blanda. Librarse de la agresión no es volverse débil o sumiso”.

Repetidamente habría de decirme: “Vigile su mente, no deje que se escape ni un sólo pensamiento, por feo, por brutal que sea. Observe sin elegir, sin sopesar ni juzgar, sin dar una dirección al pensamiento ni dejar que éste eche raíces en la mente. Sea completamente implacable en la vigilancia”.

Cuando yo dejaba la habitación, él se incorporó para acompañarme hasta la puerta. Su rostro estaba en reposo, su cuerpo delgado se elevaba como un cedro de la India. Por un instante abrumada por su belleza, pregunté: “¿Quién es usted?” Contestó: “No importa quién soy yo. Lo único que importa es lo que usted piensa y hace, y si puede usted transformarse”.

Mientras viajaba hacia mi casa, de pronto advertí que en las muchas conversaciones que había tenido con Krishnaji, él jamás había dicho una palabra acerca de sí mismo. No se había referido nunca a ninguna experiencia personal, ni un sólo movimiento del yo se había manifestado. Esto era lo que hacía de él un desconocido, por mucho que pudiera uno conocerle. En medio de un gesto de amistad, de una conversación casual, uno percibía eso una súbita distancia, silencios que emanaban de él, una conciencia que no tenía un punto focal­. Y no obstante, en su presencia uno sentía la generosidad de un interés infinito.

Biografía de J. Krishnamurti. Pupul Jayakar. Editorial Kier.



1 comentario:

Jose dijo...

Ignoro como empezaron a llegar a mi correo personal copias de estos "posts" sobre K. hace ya un par de días. Soy un admirador de K. y he leído y estudiado algunos de sus numerosos libros. Sus enseñañnzas son realmente interesantes y, lo más importante, me han estado haciendo mucho bien.
Gracias a quien sea.

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