viernes, 5 de enero de 2007

Jiddu Krishnamurti y la Risa.

La semana siguiente vi a Krishnamurti de nuevo en las oficinas de la Estrella en Beachwood Drive. Yo había ido allí para traducir algunas cartas al español, y él, llegó para ver a Rajagopal. Me preguntó entonces si me gustaría acompañarlos a él y a Rajagopal a ver un drama de Eugene O'Neill: “Lázaro Rio”, en el Teatro de Pasadena, la semana siguiente. Acepté alegremente. Por amigos de la familia que estaban en la industria del cine, supe que esta obra de O'Neill no era una de sus mejores obras, pero que Irving Pichel, el actor Shakesperiano que hacía el papel principal la haría valiosa. Para mí lo importante era sentarme cerca de Krishnaji. También sería ésta una buena oportunidad para conocer mejor a Rajagopal.

Esa tarde él estaba en uno de sus momentos agudos y divertidos. Reímos de sus chistes y de las mordaces observaciones que hacía de algunos de los más devotos de Krishnaji. Rajagopal era un guapo joven de mucha personalidad y encantos, quien se había llegado a Krishnamurti con credenciales de uno de los más prominentes líderes teosóficos C.W. Leadbeater.

Krishnaji lo nombró secretario general de la Orden de la Estrella, una posición que Nitya tenía antes de su muerte, y él había procedido a reorganizarla por completo. El era un buen organizador y un rudo trabajador. Era también muy mandón y podía ser inflexible en sus reglas de trabajo. Justamente lo más opuesto a Krishnaji. De todos modos, se hizo cargo de la Orden de la Estrella (la cual más tarde se convirtió en la Krishnamurti Writings Inc.) y manejó todo con mano firme.

Krishnaji, Rajagopal y yo habíamos comido juntos y nos dirigimos a Pasadena en el carro de Rajagopal. Después del arranque de hacia algunos días, yo me sentí maravillosamente tranquilo y feliz con él. Siempre era una gran diversión estar con Krishnaji cuando uno no sentía necesidad de discutir cosas serias, solamente agradable plática y chistes. A él le encantaban los buenos chistes, especialmente cuando ellos pinchaban a los egos grandes e inflados y siempre estaba divertido con las cosas tontas que dirían las gentes sobre el Instructor del Mundo. Se reía como un niño. Una explosión pura de diversión.

Como yo nunca había visto ni leído “Lázaro Río” no sabía lo que iba a pasar. Ni Krishnaji ni Rajagopal conocían algo acerca de ello, pero estuvimos de acuerdo en que si se hacía pesada la obra en la cuestión religiosa, nos saldríamos. Durante el intermedio nadie dijo nada acerca de irse. Con gusto volvimos a nuestros asientos para oír otra vez aquella maravillosa y vibrante risa de Irving Pichel cuando a Lázaro, al volver de la muerte, se le preguntó acerca de Dios. Era una risa que llenaba el auditorio como música y que decía diferentes cosas a diferentes personas.

De vuelta a casa platicamos sobre la obra. Yo pensé que había sido una representación inspirada, la cual me había tocado profundamente, no tanto por las palabras, las cuales a veces tenían gran poder, sino por la extraordinaria calidad de la risa de Lázaro. Krishnaji que no era particularmente afecto a las representaciones teatrales, parecía impresionado. Dijo algo sobre la profunda verdad de la tesis principal de la obra: que ningún ser humano puede formular pensamientos sobre Dios, pues no tiene otro recurso que responder con su risa.


K R I S H N A M U R T I
El Cantor y la Canción
(Memorias de una amistad)
Sidney Field Povedano
EDITORIAL ORIÓN
MÉXICO
1988



 

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