jueves, 11 de enero de 2007

Jiddu Krishnamurti y la Risa.

SU SUTIL SENTIDO DEL HUMOR

«Krishnamurti es un orador riguroso, falto de humor, muy dado a soltar desagradables diatribas», se quejaba un misionero cristiano después de haber escuchado uno de los discursos de K en la Sociedad de Amigos de Euston. Este sacerdote de Londres había asistido a la conferencia porque yo lo había convencido de que lo hiciera. Lamentó haber perdido la tarde en aquella reunión y añadió: «¿Por qué se muestra Krishnamurti tan airado? Un hombre santo debería emplear un lenguaje dulce, ¿no le parece?»

«Un hombre que habla y actúa con pasión» le expliqué, «no es necesariamente un hombre airado. La ira surge del odio, la violencia y la maldad, pero las duras palabras de K surgen de su amorosa preocupación por el sufrimiento humano. ¿Acaso Jesús actuaba con ira cuando entró en el templo y echó a quienes lo profanaban utilizándolo como si fuera un mercado? ¿Acaso no empleó Jesús entonces un lenguaje condenatorio acusándolos de utilizar el templo como “una cueva de ladrones?”» No volví a ver a este sacerdote. Por navidades le envié por correo un ejemplar de La libertad primera y última de K. En una carta de agradecimiento me manifestó que después de leer el libro había cambiado de opinión. Me decía en su carta: «Estoy convencido de que Jesús también fue un predicador radical como Krishnamurti, pero la iglesia nos ofrece ahora unas enseñanzas diluidas. Jesús y Krishnamurti parecen tener los mismos rasgos. Es interesante».

Cada vez que K se subía a un escenario para hablar, su personalidad experimentaba una sutil transformación. Desaparecía su modesta timidez, adoptaba el aire del orador distante y no le importaba decir cosas que herían los sentimientos de sus oyentes, le tenía sin cuidado el hecho de que las denuncias que hacía de los gurús y de sus sistemas de meditación ofendieran las susceptibilidades religiosas de sus devotos seguidores. Hablaba como un hombre poseído por un poder de comprensión que a otros les faltaba; hablaba con cara seria y tono lento y digno; la expresión seria de su rostro armonizaba con las sabias sentencias que pronunciaban sus labios, sentencias salpicadas de breves pausas, presumiblemente porque deseaba que su significado penetrara el espíritu de sus oyentes. Rara vez reía o sonreía cuando hablaba en público. No es de extrañar que muchos se formaran una imagen de K que no se correspondía con su verdadero carácter, porque sacaban la conclusión errónea de que K era un caballero amargado y gruñón. Es verdad que en ocasiones se mostraba melancólico y abatido, pero se trataba de estados de ánimo pasajeros, porque su rostro era como un calidoscopio de expresiones en permanente cambio que nos daba una idea de la variedad extraordinaria, de la vitalidad y la riqueza de su vida interior.

Una anciana de Nueva Zelanda que asistió a una serie de charlas en Madrás, confesó haber soportado un largo viaje en barco «por el puro placer de ver sonreír a Krishnamurti». Era la suya una sonrisa seráfica que, con frecuencia desarmaba a muchos de sus antagonistas, decididos a derrotar a K en la discusión. No tenía más que sonreír y sus enemigos se olvidaban de la cólera y se hacían amigos de él. Dondequiera que fuese, su misteriosa y encantadora sonrisa le ganaba nuevas amistades.

Hay un cierto número de sesudas tesis sobre la psicología de la risa. Lamento no haberle preguntado a K sobre la importancia psicológica de la risa. Debí haberle preguntado: ¿Se esconde algo más tras la risa, aparte del hecho que suele ser una válvula de escape en situaciones de miedo, ansiedad, dolor, sufrimiento y demás? Me hice una idea bastante aproximada de la actitud de K con respecto a la risa después de observar su reacción a ella. En cierta ocasión, K dijo que como las personas confundidas invariablemente actúan siguiendo los dictados de su confusión, no pueden evitar elegir gurús que también están confundidos. El público se rió a carcajadas de estos comentarios. K hizo un ademán en señal de desaprobación y dijo: «Les ruego que no se rían. Les hablo muy en serio». En otra ocasión, regañó a un grupo de jóvenes que en una de sus charlas se habían echado a reír. «Ríen ustedes» les dijo, «porque reaccionan emocionalmente». Sin embargo, en varias oportunidades, K se echó a reír abiertamente en sus conferencias, cuando alguien contaba un chiste o por algún incidente cómico. Por ejemplo, una mañana, en una reunión informal, K intentó por todos los medios compartir con los presentes una profunda verdad que había descubierto. Decía que se experimenta una alegría inmensa al observar algo exactamente como es, sin la intervención del «observador» porque el «observador» suele distorsionar la observación. Refiriéndose a sí mismo en relación con la observación pura, K dijo: «Cuando miro ese árbol del jardín, no existe un “yo” que observe el árbol. Sólo existe el árbol. Sólo existe la cosa observada sin el “observador” que la mira».

«¿Quiere decir entonces» preguntó entusiasmada una anciana, «que el “observador” se ha fundido con la cosa observada y por eso sólo existe el árbol y nada más? ¿Desaparece el cuerpo y se funde con el árbol?»

«¡Por supuesto que no!», exclamó K soltando una carcajada.

Bhikku Walpola Rahula, el eminente sabio y escritor budista que había discutido en varias ocasiones con K, me contó cierta vez que encontraba un asombroso parecido entre el sentido del humor de Buda y el de Krishnaji. Ambos poseían un fino y sutil sentido del humor que revelaba su extraordinaria agudeza mental. Hay un refrán que dice que la inteligencia o falta de inteligencia de un hombre se mide por las cosas que lo hacen reír.

Los admiradores de K disfrutaban viéndolo reír, sobre todo porque la risa hacía que se pareciera menos a una deidad y más a una persona corriente con características humanas. Su risa era a veces suave y ahogada y a veces una carcajada que rayaba en el éxtasis. En ocasiones se reía durante varios minutos. Cuando lo hacía, el rostro se le iluminaba y los ojos se le llenaban de lágrimas. La intensidad emocional que se manifestaba en el rostro de K cuando le daban estos ataques de risa lo hacía parecerse a un bhakta en trance. De más está decir que su risa alegraba a cuantos lo rodeábamos.

Nunca oí a K utilizar palabrotas en inglés, aunque debía de conocer su existencia porque leía novelas policiacas y se relacionaba con muchas clases de personas. Varias veces lo oí utilizar palabras como «maldito» y «jodido» pero hoy en día ya nadie se espanta al oírlas. Su puro sentido del humor no tenía nada de vulgar, obsceno o escatológico. Era un humor sin mácula en el sentido de que no era sardónico. Nunca se reía maliciosa o burlonamente con la intención de humillar a un adversario. Se reía de un modo infantil de todas las cosas que son cómicas y ridículas.

Cuando un político poderoso no goza de la simpatía de la gente se convierte en blanco de nuestros chistes. ¿Acaso no obtenemos un sutil y sádico placer convirtiendo a alguien en el hazmerreír de la sociedad? Por regla general, disfrutamos riéndonos del prójimo, ¿pero alguna vez nos reímos de nosotros mismos? ¿Están los orgullosos dispuestos a reírse de sí mismos arriesgándose así a herir sus henchidos egos? Sólo los verdaderamente humildes son capaces de mirar hacia dentro y reírse de sí mismos. K poseía una gran capacidad para hacerlo.

A pesar de que el nombre de K había adquirido fama mundial, cabe destacar que incluso en su infancia no sentía ningún apego por él. Le reprochaba a la gente el adorar su nombre, porque toda adoración personal que se centra en un nombre impide que las personas se acerquen a las enseñanzas con espíritu nuevo. Nuestra dificultad radica en que no logramos disociar su nombre de sus enseñanzas. En una reunión privada nos dijo muy claramente: «Estas no son mis enseñanzas, sino las enseñanzas de la vida». Con ello probablemente quisiera darnos a entender que las enseñanzas son valiosas y ciertas no porque K las expresara sino porque eran ciertas de todos modos. Es decir, que las enseñanzas son intrínsecamente ciertas, independientemente de que fuera K o cualquier otra persona quien las impartiera. K no era más que el exponente de ciertas verdades universales y, al parecer, nunca tuvo la sensación de ser el poseedor de lo que enseñaba. Por tanto, ¿no es lamentable que las enseñanzas universales se vieran ligadas a un nombre determinado? Por eso se entiende por qué K comentó entre risas que había considerado la posibilidad de cambiarse el nombre de Krishnamurti por el de Christopher Murphy.

Quienes tuvieron el placer de tratar a K le escucharon contar historias divertidas, chistes e infinidad de anécdotas. K nunca se hizo pasar por autor de las cosas cómicas que contaba. Las fuentes de algunos de sus cuentos se remontan a la literatura zen. Pero él los modificaba un poco. Empleaba los chistes y las historias ajenas para instruir y despertar a cuantos buscaban su consejo así como para aclarar aspectos difíciles de sus enseñanzas. En sus horas de ocio en Colombo, vimos a K leer un libro de chistes. A K le encantaba el humor de Mark Twain y pude comprobar que en la biblioteca personal que tenía en Arya Vihar, en Ojai, tenía varios libros de este gran humorista norteamericano. Algunas de sus historias no se basaban en hechos pero eso no tenía ninguna importancia porque su propósito era transmitir un mensaje.

K disfrutaba contando historias en las que se describían comportamientos personales que no estaban de acuerdo con los principios morales reconocidos. He aquí un buen ejemplo:

Dos monjes que habían hecho votos de abstinencia sexual absoluta, de pensamiento, palabra y hecho, regresaban lentamente a su monasterio después de haber ido a un funeral. El monje más anciano iba delante del joven novicio que llevaba en una bolsa de cuero las monedas que les habían dado por oficiar el funeral. Al pasar delante del prostíbulo del pueblo, el joven novicio dijo entusiasmado:

«¿Vamos a ver a la prostituta del pueblo y a gastarnos lo que hemos ganado?»

Presa del asombro y el disgusto, el monje más anciano reprendió al joven novicio:

«¡Avergüénzate! ¿Acaso no sabes que no deberías tener estos pensamientos? Además, no tenemos dinero suficiente para eso».

Otra historia también se refiere a dos monjes que habían hecho votos de castidad y abstinencia absoluta de pensamiento, palabra y hecho. Partieron juntos en un largo viaje durante el cual debían recorrer a pie poblados, bosques y tierras pantanosas. Se disponían a cruzar un río con una fuerte corriente cuando se les presentó una atractiva muchacha y les pidió que la ayudasen a cruzar.

«Márchate» le gritó el monje joven, «porque hemos hecho promesa de no tener tratos con mujeres».

«Os ruego que me ayudéis» sollozó la muchacha.

Al oír esto, el monje más anciano la alzó en brazos y vadeó el río de rápida corriente. Cuando hubo cruzado, la mujer le agradeció el favor y se marchó. Concluido el incidente, el monje joven se pasó varios días criticando la conducta del más anciano. Se quejaba muy airado:

«Has tenido una conducta impropia al tocar el cuerpo de una mujer».

El monje más anciano le espetó:

«¡Yo dejé a esa mujer en la orilla del río pero tú sigues llevándola en brazos!»

Esta historia ilustra la mente poco casta del joven monje que seguía turbado por un hecho inocente que pertenecía al pasado. Según K, la verdadera castidad consiste en estar libres de la formación de imágenes y su almacenamiento en el espíritu. Por lo tanto, su idea de la castidad estaba muy alejada de la actitud tradicional que insiste en evitar todo contacto con el sexo opuesto.

Un día, mientras K y yo almorzábamos en Gstaad, Suiza, me preguntó con curiosidad qué lugares de interés cultural había visitado en mis vacaciones de verano en Roma. Le comenté que lo más interesante de mi viaje había sido el día que pasé inspeccionando los estantes de la maravillosa Biblioteca Apostólica Vaticana. Le describí con entusiasmo los antiguos manuscritos, los primeros libros impresos y otros tesoros de esta institución. Le referí a K que los administradores de esa gran biblioteca habían aceptado agradecidos algunos libros que yo había escrito sobre sus enseñanzas. También les regalé algunos libros de K que fueron muy bien recibidos. «Será muy divertido» dije, «cuestionar sus creencias y dogmas y sacudir los cimientos mismos de la Iglesia Católica Romana. ¿No le parece necesario estimular a los teólogos a que lean libros relacionados con sus enseñanzas?»

K me preguntó: «¿De veras están interesados?»

Le contesté: «Pues tenemos que hacer que se interesen. ¿Cree usted que al Papa le interesaría asistir a sus charlas?» La ingenuidad de mi pregunta lo sorprendió. Me lanzó una mirada incrédula y me dijo: «¿El Papa en Saanen? No lo creo probable». De inmediato, K se puso a hablar de las magníficas obras de arte que había visto en el Vaticano. Me dio la impresión de que no había tenido una audiencia con ningún Papa, pero me comentó que Juan Pablo I muy sonriente lo había saludado con la mano. K sentía una simpatía especial por ese Papa, al que describía como «un hombre amistoso». K lamentaba que hubiera muerto repentinamente después de un breve reinado. Muy divertido, K me contó esta historia:

Encontraron a un mendigo harapiento orando en la Capilla Sixtina, la capilla del Papa, decorada con frescos de Miguel Ángel y otros pintores. El Papa notó enseguida la presencia del mendigo y de inmediato manifestó su fastidio. «¿Quién es ese hombre que está ahí arrodillado? No lleva la ropa adecuada». El Papa ordenó al mendigo que abandonara de inmediato la Capilla Sixtina. El hombre tuvo que obedecer. El mendigo se sintió decepcionado por el rechazo del Papa, pues para él, que era muy devoto, aquello casi equivalía a haber sido excomulgado de la Iglesia Católica. Regresó a la sórdida habitación que ocupaba en un barrio bajo de Roma. Y en la soledad y el silencio de su cuarto se arrodilló para rezar. De repente, Dios se le apareció en persona. El pobre hombre no daba crédito a sus ojos al ver al Todopoderoso en todo Su esplendor. Dios se dirigió a él amorosamente y le preguntó:

«¿Cuál es tu problema?»

«Mi problema» le contestó, «es que me echaron del Vaticano».

«No te preocupes» le dijo Dios, «porque a mí tampoco me dejan entrar».



A K le gustaban los chistes y las anécdotas de Jesús y, sobre todo, de misioneros que viajan a países lejanos con la intención de convertir al cristianismo a los paganos que se niegan a reconocer al Dios de la Biblia.

Una de sus historias preferidas era la de un misionero que ponía gran celo en su trabajo e intentaba predicar los evangelios a un grupo de caníbales. A los caníbales les molestó tanto su actitud desdeñosa que decidieron comérselo para la cena. Se disponían a freír al misionero en una olla de aceite hirviente.

«Por favor, no me comáis pidió el misionero asustado».

«Lo que uno come» filosofó uno de los caníbales, «es cuestión de gustos. A ti te encanta comer carne de vaca y nosotros preferimos la de misionero. »

Algunas personas que asistían a las conferencias de K eran realmente raras. Un joven barbudo, de cabello largo, vestido con una amplia túnica blanca que parecía una sotana se presentó ante K después de una de sus charlas y le dijo: «Me llamo Jesucristo. Soy el verdadero Jesús. Al falso que utilizó mi nombre hace mucho tiempo lo crucificaron como merecía».

K le ofreció una amplia sonrisa y le estrechó la mano. Después de haberlo saludado, le dijo: «Encantado de haberlo conocido, señor Jesucristo».

Algunos de los presentes escuchamos la conversación y nos echamos a reír a carcajadas. El hombre se ofendió al comprobar que se había convertido en el hazmerreír de cuantos lo rodeaban. Presa de la ira, nos miró fijamente a los ojos y luego se marchó sin decir palabra.

A lo largo de su vida, K se opuso con convicción a las organizaciones espirituales. No sirven de nada porque no existe organización, por más bien intencionada y eficiente que sea, que pueda ayudar a nadie en el viaje interior que nos permite observar el proceso del pensamiento; es más, el hecho de participar en organizaciones espirituales se convierte en ocasiones en un modo de huir del trabajo realmente importante: la observación de uno mismo. K siempre sostuvo que la verdad, que es una inalcanzable «tierra sin senderos», no puede y no debe ser organizada. Denunciaba a las organizaciones espirituales refiriendo la conversación entre el diablo y su amigo.

Un día, el diablo y su amigo iban caminando por la calle cuando vieron que un hombre recogía algo y se lo guardaba en el bolsillo.

«¿Qué fue lo que recogió?», preguntó el amigo.

«Un trozo de verdad» respondió el diablo.

«¿Y eso no es para ti un mal asunto?»

«En absoluto» repuso el diablo. «Porque dejaré que organice el trozo de verdad que acaba de recoger».

En cierta ocasión, le comenté a K: «Un escritor europeo tiene algo nuevo e interesante que decir sobre su origen. Sus investigaciones revelan que usted no es el único que nació en otro planeta y que ha llegado a la tierra en una nave espacial. Sostiene que por ese motivo no encaja usted en este mundo de ambiciosos y competidores».

K se rió un rato y luego me preguntó: «¿Está diciendo que mi padre no me engendró? ¡Mi pobre padre!»

Dejó de reír y su rostro cansado se mostró muy serio. Luego dijo: «Cuídese de las teorías. Las teorías atan y ciegan».

El espíritu simple y sin complicaciones de K era tan perceptivo que jamás se le escapaba el lado incongruente o cómico de una situación. Por ejemplo, contaba cuántos policías armados tenían a su cargo la custodia de la señora Indira Gandhi, la primera ministra de la India, cuando fue a visitarlo. K hablaba entonces risueño de un policía muy gordo que se ocultaba detrás de un árbol muy estrecho, sin darse cuenta de que se lo veía por los cuatro costados.

K se rió a mandíbula batiente cuando le contaron que cierta dama se había negado a ver una película en la que él aparecía dando una charla. Y se negó a hacerlo porque de ese modo K no iba a notar su presencia entre el público. ¿Acaso se rió K de la vanidad oculta de esa dama o de su extraña expectativa de que quienes eran vistos por K iban a sacar un misterioso provecho?

Situado en la pintoresca y accidentada ciudad de Kandy, el antiguo Templo del Diente es considerado por todos como el sancta sanctorum de Sri Landa, porque en su recinto sagrado se conserva un diente de Buda. Aunque la doctrina budista no acepta ningún tipo de adoración, esta reliquia ha sido adorada desde hace siglos por los budistas devotos. Varios reyes budistas creían que el soberano que tuviese la buena suerte de poseer este diente no iba a ser nunca vencido. Cuando K estuvo en Colombo, un monje budista fue a visitarlo y comenzó a elogiar los poderes ocultos del diente. El monje tuvo la audacia de sugerirle a K: «Ahora que está usted aquí, debería visitar este altar sagrado y hacerle una ofrenda de flores e incienso al diente de Buda».

K se rió del consejo y le preguntó al monje: «¿Está usted seguro de que no se trata del diente de un cocodrilo?»

El doctor Kewal Motwani, sociólogo y escritor, residía en Colombo cuando K visitó esa ciudad en 1957. El doctor Motwani era un viejo amigo de K. Mucho antes de que el subcontinente fuera dividido en India y Pakistán, K se había hospedado en la casa del doctor Motwani en Karachi. Después de la división, K tenía intención de dar unas conferencias en Pakistán, pero el doctor Motwani lo convenció de que cancelara su programa. Le imploró a K que no viajara a ese país. «Krishnaji, cuando conozcan tus puntos de vista, los fanáticos musulmanes querrán matarte». K aceptó la sugerencia y no dio las conferencias en ese país. Por ese motivo, K era prácticamente desconocido en el mundo musulmán y, dicho sea de paso, tampoco era conocido en el mundo comunista.

En la mansión del doctor Motwani, en Colombo, ofrecieron una recepción en honor de K. A ella asistieron los ministros del gobierno, políticos, periodistas, académicos y varios ciudadanos destacados. K abrazó calurosamente al doctor Motwani cuando llegó. Fue un gesto de amistad y afecto. Cuando K se hubo sentado, el doctor Motwani hizo un discurso formal de bienvenida, en el curso del cual pronunció la siguiente frase: «Krishnaji, cuando estoy contigo, siento que me encuentro en la sagrada presencia de Buda». K sonrió e inquirió de repente: «¿Pero alguna vez has estado en su presencia?» La falta total de egocentrismo de K resultó particularmente evidente en la recepción mencionada. Los caminos del ego sediento de cumplidos son extraños. Una de las características notables de K era que no le afectaba en absoluto el hecho de que sus admiradores lo tuvieran en alta estima. Ni los elogios ni las críticas hacían mella en él. Cuando uno se conoce a fondo, ¿importa acaso lo que el mundo piense?



 Susanaga Weeraperuma
KRISHNAMURTI TAL COMO LE CONOCÍ
Traducción de Celia Filipetto
Verdaguer, 1 08786 Capellades (Barcelona)

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