viernes, 5 de enero de 2007

Jiddu Krishnamurti y la Risa.

Durante los años del litigio vi a Krishnaji a menudo, a veces una vez a la semana en la casa de la señora Mary Zimbalist en Malibú donde él pasaba varios meses del año descansando y preparándose para sus conferencias públicas en Santa Mónica y más tarde en Ojai.

Después de informarme acerca de la última maniobra legal de Rajagopal para posponer la audiencia, y de reiterarme su deseo de llevar el asunto amigablemente, caminábamos por un estrecho sendero pedregoso hacia los arrecifes de la playa, vagábamos descansadamente a lo largo de la playa conforme el océano se tragaba el sol resplandeciente dando al cielo tonalidad de esplendor flamígero.

Yo siempre me divertía mirando cómo Krishnaji jugaba con las olas que lamían la orilla, como un niño, permitiendo que una ola rodara rápidamente hacia nosotros, perder fuerza en la rompiente y volverse a una distancia de unas cuantas pulgadas de sus pies que él brincaba en esa forma. El encontraba un verdadero placer en esto. Yo trataba de imitar su pequeño juego, pero no siendo tan rápido y ligero como él, generalmente fracasaba en moverme lo suficientemente rápido y era mojado. Una vez, sin embargo, Krishnaji mismo fue de plano cogido por una gran ola mientras su atención fue momentáneamente dirigida hacia un perro amigo de él, según dijo, quien vino saltando felizmente a saludarlo. Empapado de la cabeza a los pies se reía con ganas y continuamos nuestro juego de evitar las olas, hasta que nos detuvimos como siempre por una cadena amarrada a una cerca prohibiendo la entrada, puesta por una casa grande en la orilla del agua, forzando a aquellos que tenían el derecho legal a lo largo de una playa no obstruida a tener que entrar en el agua y nadar para pasar al otro lado. Krishnaji siempre se sentía disgustado al toparse con estos ilegales y arrogantes procederes, violando los derechos de los ciudadanos y nos preguntábamos cuánto habrían pagado estos ricos y probablemente políticamente importantes propietarios “por debajo de la mesa” para obtener que las cosas siguieran así.

Yo nunca lo molesté con problemas personales en estos paseos informales por la playa. Me parecía que era suficiente estar con él, caminando en silencio, jugando a saltar las olas riendo por alguna cosa trivial o haciendo alusión casual acerca de un crepúsculo espectacular, o sobre los pequeños pajaritos zancudos escurriéndose sobre la arena mojada, o las gaviotas dando vueltas y volando en círculos llamándose unas a otras, o el repentino y sonoro choque de una oleada contra una roca negra, dejando a ésta envuelta en un remolino de chorreante espuma, o la vista de una blanca vela en la distancia. Eran unos atardeceres maravillosos, de simple y quieto deleite, de comunión sin palabras entre uno y otro y con el ambiente. Podía yo comprender bien cómo Robinson Jeffers caminó con él por una hora en los bosques de la península de Monterrey sin decir una sola palabra.


K R I S H N A M U R T I
El Cantor y la Canción
(Memorias de una amistad)
Sidney Field Povedano
EDITORIAL ORIÓN
MÉXICO
1988




 

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