sábado, 8 de marzo de 2008

Jiddu Krishnamurti y Anita Desai.

Antes de que K emprendiera vuelo a Deihi el 25 de octubre, yo había hablado de él con una amiga mía, Anita Desai, que vivía en Nueva Delhi con su esposo y cuatro hijos. Era una destacada escritora a quien yo había conocido por primera vez en Londres junto con un grupo, durante el lanzamiento de uno de sus libros (otro, In Custody, poco tiempo después sería propuesto para el Premio Booker de 1984). Yo le había hablado acerca de K y sabía que ella deseaba conocerlo. Estaba segura de que a él también le gustaría conocerla, porque no sólo era una mujer joven, talentosa y bella, sino muy dulce y llena de gracia. Su madre había sido alemana y su padre, indio; y a ella la habían educado en la India.

Asit Chandmal, que había venido a Brockwood desde San Francisco, voló con K a Delhi, y poco tiempo después Mary Zimbalist regresó a Ojai. El doctor Parchure pudo informarle desde la India que la energía de K era buena, aunque había aumentado el temblor que por algún tiempo había estado experimentando en sus manos. Esta inestabilidad de las manos empeoraría con el transcurso del tiempo. En Nueva Delhi K se alojó con Pupul Jayakar en su casa de Safdarjang Road, en la misma calle que Mrs. Gandhi. Después de la muerte de K, Anita me envió algunas notas de sus encuentros con él, las que se transcriben a continuación:

Recibí un llamado telefónico del secretario de Pupul Jayakar, invitándome a una pequeña reunión privada en su jardín a realizarse una mañana de octubre de 1981. En realidad había unos cuantos centenares de personas sentadas ahí sobre el césped bajo un colorido «shamiana», pero, desde luego, eso constituía una multitud menor que la que congregaban las alocuciones públicas de Krishnaji. Él habló, y después invitó al auditorio a que le formulara preguntas. Cuando la reunión había terminado, alguien preguntó por el altavoz si yo estaba presente y si deseaba ir a conocer a Krishnaji. Lo hice, y él me recibió como «la amiga de Mary —Mary me habló de usted». Dijo que se había enterado de que yo solía pasear por los jardines de Lodi en los atardeceres, y me preguntó si querría encontrarme con él allí. Yo acostumbraba llevar a mi perro Tensing al parque a la misma hora de la tarde en que él se encontraba ahí. Le vi aparecer a la cabeza de un pequeño grupo, avanzando a grandes pasos con una rapidez que los otros no podían igualar. Nos encontramos en un extremo del parque y después caminamos juntos, y llegó a ser parte de nuestra rutina encontrarnos en las tardes y pasear juntos durante su estancia en Delhi. Las únicas tardes en que él no salía a dar estos paseos, era cuando ofrecía sus alocuciones públicas. Nunca estaba solo. Habitualmente le acompañaban los miembros de la familia de Pupul (aunque ella misma nunca lo hacía) —su hermana Nandini Mehta en todas las ocasiones, a veces su hija Radhika Herzberger y las hijas de Radhika, siempre Mr. Patwardhan de la Krishnamurti Foundation en Madras, ocasionalmente el sobrino de Pupul, Asit Chandmal, y una o dos veces, Radha Burnier. Lo que me impresionó fue que ellos jamás caminaban al lado de K ni le hablaban (con la excepción de Radhika Herzberger y Mr. Patwardhan), y todos tendían a seguirlo a cierta distancia. Yo dudaba de que a él le gustara realmente caminar a solas delante y sentirlos detrás siguiéndole el paso. Puesto que ésa parecía ser la costumbre de ellos, me turbaba un poco la idea de caminar al lado de K y hablarle. Imaginé que eso sería difícil, pero él habló con gran fluidez, gracia y sin cohibición alguna, de algo de su infancia (por ejemplo, de lo estrechamente ligado que había estado a su hermano y de cómo su muerte lo había afectado), de diferentes episodios de su vida, de las personas que había conocido (por ejemplo, a Bernard Berenson en I Tatti (1)), y una gran parte del tiempo habló de sus escuelas, de cuáles eran sus aspiraciones para las mismas, de los niños que acudían a esas escuelas y de lo que esperaba para ellos. Pareció interesarse sobre todo en los jóvenes de hoy, en el ambiente de violencia y miedo, y en lo que él podía hacer para cambiar eso.

(1) En el registro del diario de Berenson correspondiente al 7 de mayo de 1956, cuando él tenía noventa años, se lee: «Krishnamurti a la hora del té: afable, sensible, admitiendo todas mis objeciones, y en verdad nuestra discusión apenas si fue polémica. Insistió, sin embargo, en un Más Allá, y que éste era un estado de existencia inmóvil, sin sucesos, sin pensamientos, sin preguntas, sin... ¿qué? Rechazó mi punto de vista de que un estado así era algo que estaba fuera del alcance de mi mente occidental. Fui tan lejos como para preguntarle si no estaba él detrás de algo meramente verbal. Lo negó firmemente, pero sin acaloramiento». (Sunsetand Twilight, editado por Nicky Mariano, Hamish Hamilton, 1964.) K se alojaba en IL Leccio con Vanda Scaravelli, quien lo había llevado a I Tatti. Con frecuencia, había hecho lo mismo anteriormente.

(Le gustaba hablar con mis hijas si venían conmigo; le interesaban los relatos que le hacía mi hija mayor sobre el colegio y sobre el mal comportamiento de los jóvenes en el autobús; le dijo con gran pasión: «Tú debes golpearlos; si yo estuviera ahí, los golpearía».)

Me pidió que fuera al Valle de Rishi, la escuela de la cual parecía estar particularmente orgulloso; quería que permaneciera allá por un tiempo y hablara con los estudiantes. Mi último encuentro con él persiste en mí porque no tuvo secuela y, por lo tanto, interrumpió nuestro diálogo, prometiendo una respuesta que jamás llegó. Creo que debemos de haber estado arguyendo más y más apasionadamente mientras paseábamos en el crepúsculo otoñal. No pude comprender su muy ambivalente actitud hacia el arte, la literatura y el estudio —con frecuencia elogiaba a personas con erudición y que habían triunfado en sus actividades; si bien afirmaba no leer otra cosa que el diccionario y novelas de detectives, me habló de una ocasión en que, encontrándose completamente solo en Ojai mientras escuchaba una y otra y otra vez en su tocadiscos la última sinfonía de Beethoven, sintió que si simplemente viviera con la música de Beethoven, estaría perfectamente contento. Sin embargo, a menudo decía que no era necesario leer o escribir, y que uno debía ser capaz de vivir en completa soledad, feliz con los árboles, las plantas y los pájaros y sin necesitar ninguna otra cosa. Son muchas las veces en que debo de haber estado tratando de decirle lo que los libros significaban para mí, cómo sentía que eran una parte indispensable de mi vida, tanto el leerlos como el escribirlos.

Ya estaba muy oscuro; se detuvo a los pies de la tumba de Lodi y dijo: «Déjeme formularle una pregunta —¿por qué escribe usted?». Yo empecé a mascullar y a tartamudear introduciendo apresuradamente varias respuestas en una sola y embrollándolas. Dije que mi vida sería incompleta si no escribiera, que desde que era una niña, ninguna experiencia me parecía completa hasta que no había escrito sobre ella, que sólo podía ordenar mis pensamientos cuando los anotaba por escrito, que ésa era una manera de traer orden y armonía al caos y a la insensatez, y que sentía que estaba hecha para eso, y que gracias a eso podía justificar mi existencia.

Como es natural, se puso muy impaciente con mi respuesta. «No, no, no, eso no es correcto», dijo con gran pasión. «Un artista debe ser como Beethoven —él sentía la música en su interior y ésta se derramaba fuera sin que él pudiera hacer nada para detenerla o controlarla; la música surgía y se vertía a raudales.» Esa tarde estaba con nosotros el sobrino de Pupul quien nos seguía con una cámara fotográfica sin tomar parte en la conversación, sólo escuchando y asintiendo con la cabeza. Sugirió que ellos tenían que irse, que había oscurecido y que al día siguiente debían dejar Delhi. Krishnaji puso su mano sobre mi hombro y dijo: «Pero usted vendrá al Valle de Rishi, y cuando venga le diré algo». Yo sentí una intensa curiosidad por saber qué quería decirme, puesto que parecía relacionarse con mis escritos y con mi vida, y pensé que él explicaría también las ambigüedades de su propia respuesta con respecto al arte. Pero no fui al Valle de Rishi, y él no me dijo nada más sobre el tema.

Quiero relatarle unas cuantas imágenes de él que guardo en mi memoria: Una vez mi perro, después de acechar a una ardilla, comenzó a perseguirla; K instantáneamente levantó los brazos y empezó a sacudirlos dando voces y lanzándose a correr detrás del perro, mientras yo corría detrás de él gritando: «¡No, no, no, él nunca las captura, no se preocupe, no la va a capturar!». A K le gustaba arrojar una pelota o un palo para que Tensing los buscara y trajera. Después, recuerdo a un grupo de personas esperando su aparición, y cómo al verlas él miró desesperadamente a su alrededor diciendo: «Desearía poder esconderme. Detesto —detesto— tener que encontrarme con la gente». Consideré extraño eso después de tantos años de vida pública. Pero el disgusto y el temor eran visibles en su rostro mientras él trataba de reprimirlos y de sonreír. Alzaron a un bebé para que lo bendijera, y él le dio unas palmadas en las mejillas con evidente embarazo.

Pupul me invitó dos veces a almorzar; para estos almuerzos ella organizaba con frecuencia pequeñas reuniones en las cuales K podía conocer una muestra representativa de la sociedad de Delhi. Una vez, el otro invitado era un cortés funcionario público, quien sostenía el tipo de conversación que uno puede escuchar en una fiesta diplomática. K, para no quedarse atrás, intercambiaba con él un chiste tras otro. [Los chistes de K —y a él le encantaba contar chistes— eran de lo más irreverentes.] Habitualmente había cuatro o seis personas en estos almuerzos, y después de ellos K solía retirarse a su habitación para descansar.

Luego estaban las «reuniones privadas» en el salón de Pupul, a cada una de las cuales asistían de 50 a 100 personas. Dos o tres integrantes del auditorio, y Pupul misma, se sentaban cerca de K y le formulaban preguntas. Una vez asistió un monje budista a quien K saludó con gran respeto y afecto; ambos parecían muy dichosos disfrutando de su mutua compañía. Los otros invitados frecuentemente lo ponían irritable e impaciente. Las reuniones solían durar una hora. Se realizaban siempre en la mañana, durante esa agradable época del año en que comienza a hacer fresco; el sol se filtraba entre las mamparas de bambú, todo era suave y apacible, y uno podía escuchar el canto de los pájaros en el jardín. En mi recuerdo yo siempre asocio a K con jardines y cantos de pájaros.

Después me gustaría contarle acerca de un documental que vi en la televisión hace algún tiempo. Era en la India. Había una escena de K cruzando un puente —probablemente en Benarés— dejando atrás a los otros y cruzándolo solo. Recuerdo también una pregunta que le formularon: «Usted ha pasado toda su vida viajando, viendo personas y hablándoles. Dígame, por favor, ¿por qué lo hace?». Él rió, se volvió a medias como buscando alrededor una respuesta, y después dijo algo inesperado: «A causa del afecto, supongo». Las palabras sonaron al propio tiempo tímidas e impulsivas.

KRISHNAMURTI
La puerta abierta
MARY LUTYENS

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