viernes, 5 de enero de 2007

Jiddu Krishnamurti y Rajagopal.

Fue maravilloso verlo de nuevo, parecía estar en excelente salud y en el mejor ánimo, riendo con aquella risa espontánea e infantil que era tan deliciosa y contagiosa. Cada vez que oía yo un chiste o anécdota que pensaba que lo divertiría, la guardaba en la mente para contársela en nuestro próximo encuentro, sólo para oír esa risa borbotearte.

Era una tarde soleada y tibia cuando nos sentamos a la sombra de un gran limonero en el patio del bungalow, frente a frente uno del otro. Yo no estaba de humor para chistes de ninguna clase en esta ocasión, y él, según parecía, estaba muy serio y pensativo. Me preguntó qué era lo que me molestaba. Toda la infelicidad y frustraciones de los pasados meses súbitamente me salieron a borbotones. Tragué saliva y sentí que si decía algo, las lágrimas aparecerían en mis ojos. Por lo tanto me senté silenciosamente frente a él por un largo tiempo. Finalmente yo solté impulsivamente algo sobre la dureza y deshonestidad del mundo de los negocios en el que yo había sido arrojado tras la muerte de mi padre, sin mencionar lo que estaba realmente carcomiéndome: el autoexilio de aquel mundo especial y encantado que él había abierto en mí hacía sólo un año. Imaginé que sabía lo que sería su contestación: que ese mundo estaba aquí y ahora dentro de mí, que yo lo había cubierto con mi propia estupidez y que tendría que descubrirlo otra vez por mí mismo si así lo quería. Palabras, palabras, pensé. Yo deseaba hacer manar esa fuente otra vez por los mismos medios mágicos por los cuales la había experimentado al principio suavemente, sin es fuerzo, sin declararlo. De esa manera, el asunto más importante permanecía en silencio, sin ser expresado. Precisamente, yo tenía el sentimiento de que él sabía bien lo que me estaba devorando. Hubo otro largo silencio, después él me preguntó acerca del estado de mis finanzas. Le dije que estaba completamente quebrado, añadiendo esto a mis otros problemas. El llamó a Rajagopal, quien estaba dentro de su oficina, y le dijo que extendiera un cheque a mi favor por 500 dólares. Me sentí mortificado, pues nunca hubiera intentando que él me ayudara de sus propios fondos insuficientes. Rajagopal se mostró confundido y vacilante. Por la expresión de su rostro, parece que pensaba que esto era una clase de broma. Krishnaji, sin embargo, dio la orden otra vez con un tono de voz que no dejaba duda de lo que quería decir. Rajagopal volvió adentro. Aunque yo estaba inmensamente agradecido a su generosa oferta, sentí que no debería aceptar el préstamo de Krishnaji porque sabía que lo necesitaba para él mismo, pero hizo a un lado todas mis objeciones e insistió que tomara el dinero. Cuando Rajagopal volvió con el cheque, yo dije que necesitaría algún tiempo para pagarlo. Krishnaji me contestó que tomara todo el tiempo que necesitara. No había prisa. Tomó el cheque de la mano de Rajagopal y me lo dio. Con el cheque en mi bolsa, tomé sus dos manos en la mies y las lágrimas que yo había reprimido toda la tarde forzaron su salida.

La semana siguiente Krishnaji salió para Europa. Dos semanas más tarde Rajagopal por teléfono me pidió el pago inmediato de los 500 dólares. Le recordé que Krishnaji había dicho que podía tomarme algún tiempo para pagar el préstamo. El respondió que Krishnaji nada sabía acerca de los negocios y que él estaba allí para ver que nadie tomara ventaja. Una poderosa ola de cólera me asaltó pero antes de poder decir nada él estaba enviándome saludos para la familia y luego colgó. Yo decidí pedir prestado el dinero a alguien y pagarle inmediatamente. Tom, el verdulero que acostumbraba guiar su pequeño camión desde su granja en el Valle de San Fernando hasta Hollywood, colmado con todos los productos que cosechaba, vino en mi auxilio. El préstamo se pagó.

El recorrido de Krishnamurti a Sudamérica fue planeado para el siguiente año. El y yo habíamos hablado sobre ello a menudo y se entendió que yo debería ir con ellos como una especie de enlace entre él y la prensa. Era una elección lógica y nadie la había puesto en duda. Yo era íntimo amigo de Krishnaji, estaba interiorizado de su enseñanza y hablaba español fluidamente. Pero no tomé en cuenta la gran influencia que Rajagopal ejercía en Krishnamurti sobre los negocios del mundo. El dirigiría el recorrido y decidió que Byron Casselberry quien había tomado lecciones de español, los acompañara. Me sentí grandemente desengañado aunque no muy sorprendido. Sabía que yo no era gente de Rajagopal. Nunca lo había sido.



K R I S H N A M U R T I
El Cantor y la Canción
(Memorias de una amistad)
Sidney Field Povedano
EDITORIAL ORIÓN
MÉXICO
1988



 

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