viernes, 5 de enero de 2007

Jiddu Krishnamurti y el Canto.

Sabía que no era posible ver a Krishnaji durante las pláticas del Campamento, por lo tanto, le dije adiós mientras nos habíamos detenido un momento en la puerta principal del castillo. Dije unas pocas palabras de gratitud que parecieron inadecuadas, y le di un abrazo. El me dijo cuánto se había alegrado de tenerme allí y que nosotros nos volveríamos a ver más tarde. Esa fue la señal que liberó de nuevo aquel maravilloso estallido de alegría y felicidad levantándome hasta la copa de los árboles y dejándome absolutamente sin palabras. Por fortuna yo le había dicho adiós, y así, nada más camine hacia el bosque. Era ya el atardecer cuando volví a mi cuarto en el anexo. Todos habían partido ya. Mientras esperaba al chauffeur que me iba a llevar reflexioné sobre este grande y gozoso regalo: el legado espiritual de mi viaje al castillo de Eerde, y me hice a la idea de que esta vez no lo perdería. Pero tenía que aprender con el tiempo que ésta no era la clase de experiencia que usted debe de tener en mente para manejarla. Era una cosa totalmente espontánea que ocurre o no ocurre y no puede ser invitada por persuasión o adulación. De cualquier manera era un gran principio para las sesiones del Campamento y para mí lo más importante sobre todo lo que seguiría. Justamente por eso, el inflamado canto en sánscrito de Krishnaji era siempre gozoso; su voz mezclada con el fuego crepitante, se elevaba con las danzantes llamas. 


K R I S H N A M U R T I
El Cantor y la Canción
(Memorias de una amistad)
Sidney Field Povedano
EDITORIAL ORIÓN
MÉXICO
1988









Jiddu Krishnamurti y la Risa.

Durante todo este tiempo no pude ver mucho a mi excitante nueva amiga Ruth Roberts. Ella estaba generalmente ocupada con sus antiguos amigos. Entre ellos estaba un rico filósofo holandés, J.J. van der Leeuw, quien le había propuesto matrimonio. Koos, como todo el mundo lo llamaba, era un hombre muy alto y muy serio, tal como debía ser un filósofo. Además, él era totalmente calvo y se le adjudicaba un pequeño suceso que él erudito filósofo nunca se cansó de repetir. Parece que una tarde soleada estaba inocentemente bajo la ventana del segundo piso de uno de los cuartos en el edificio anexo, cuando súbitamente sintió una gota de materia pegajosa que cayó sobre su calva. Filósofo como era, permaneció calmado y silencioso, pensando que algún gran pájaro al pasar lo ensució. Era su karma. Hizo lo mejor que pudo. Lentamente y con un mínimo de escándalo como para no ser notado, agachó su cabeza para quitar aquella gota ofensiva. Entonces la terrible verdad se hizo evidente: la suciedad del pájaro era tan sólo una ordinaria pasta dental. Un truco muy sucio perpetrado por alguien con un equivocado sentido del humor, pensó él. Lleno de justa indignación miró hacia arriba y de acuerdo a su propio decir, vio a Krishnaji y a Rajagopal ocultándose tras la ventana que estaba directamente sobre de él, cayéndose de risa. Koos airadamente se limpió como pudo y buscó el baño más cercano. ¡El tema de la liberación había llegado a un punto insoportable!

Más tarde y por diversión pregunté a Krishnaji si él o Rajagopal eran los responsables de haber exprimido la pasta dental sobre la cabeza calva de Koos, con malignidad certera. Krishnaji se rió con traviesa exuberancia y dijo simplemente que Rajagopal tenía un fantástico sentido del humor, y que Koos se había mostrado incomprensivo sobre ello.



K R I S H N A M U R T I
El Cantor y la Canción
(Memorias de una amistad)
Sidney Field Povedano
EDITORIAL ORIÓN
MÉXICO
1988



 

Jiddu Krishnamurti y la Reencarnación.

A las 12 del día en la siguiente mañana nos reunimos todos en la espaciosa biblioteca, sentándonos en un hermoso tapete persa frente a Krishnaji, quien se sentó con las piernas cruzadas sobre un sofá, única pieza del mobiliario que habían dejado en el cuarto, bajo uno de los magníficos tapices de gobelino del siglo XVII, hecho expresamente para el castillo. El comenzó su plática diciendo que todos nosotros habíamos estado juntos con él en las vidas pasadas y volveríamos a estar juntos en las vidas futuras. (Yo le mencioné esto a él hace poco y él dijo muy sorprendido: “¿Dije yo eso?” Fue una corta plática en la cual él brevemente nos indicó lo que quería hacer en el mundo: hacer a los hombres libres, ayudarlos a pararse sobre sus propios pies, libres de toda autoridad).


 

K R I S H N A M U R T I
El Cantor y la Canción
(Memorias de una amistad)
Sidney Field Povedano
EDITORIAL ORIÓN
MÉXICO
1988

 

jueves, 4 de enero de 2007

Jiddu Krishnamurti y el Sexo.

 
Antes de llegar a Arya Vihara, pregunté a Krishnamurti sobre el sexo. “Yo he oído muy diferentes opiniones sobre su punto de vista en este asunto, le dije.

Olvide lo que ha oído me dijo, y piense sencillamente sobre el sexo como energía, energía para ser usada, para alcanzar una meta.

El sabía que yo jugaba mucho tenis, y preguntó: “¿Se ocuparía usted del sexo antes de un partido de tenis?” Yo dije no, si quiero ganar. “Ese es precisamente el punto” dijo él rápidamente. “Si usted quiere trepar a la cumbre de una montaña, tiene que conservar cada adarme de energía”.

-¿Quiere esto decir que un hombre que desee alcanzar lo más alto debe ser un asceta?

-“De ninguna manera. El ascetismo como meta es destructivo. Existe la necesidad biológica del sexo y existe también la necesidad de conservar la energía para alcanzar una meta”.

Yo sabía que Krishnaji había conocido al célebre autor D.H. Lawrence, un gran literato, mi favorito en aquel tiempo, y le pregunté si había leído una reciente entrevista que le hicieron, publicada en “Los Ángeles Times” en la cual Lawrence dijo que en su opinión, la liberación era solamente posible de momento a través del sexo. Krishnaji se rió. Después quedó silenciosamente pensativo por un momento. “La liberación es el sexo invertido” dijo él.

-¿Qué quiere usted decir? pregunté perplejo. “Piense en ello” contestó medio sonriente.

Aún sigo pensando en eso.


K R I S H N A M U R T I
El Cantor y la Canción
(Memorias de una amistad)
Sidney Field Povedano
EDITORIAL ORIÓN
MÉXICO
1988

Jiddu Krishnamurti y El Reino de la Felicidad. Libro.

PREFACIO

Se me instó a que escribiera un prefacio de las siguientes páginas. Francamente no lo necesitaban, aunque tal vez convenga explicar el motivo de su publicación. Son conversaciones sostenidas con algunos de mis amigos en el castillo de Eerde, en Ommen (Holanda).

El castillo es de estilo arquitectónico usado en las primeras edificaciones de principios del siglo XVIII y se le considera como uno de los más hermosos ejemplares de aquel período. Seguramente es uno de los más bellos lugares que conozco. Todo lo del castillo pertenece a dicho período y está en perfecta condición. Hay admirables tapices Gobelinos que dan un ambiente de antigua dignidad y belleza.

Corpulentos árboles dos o tres veces centenarios, rodean el castillo; sus potentes copas desaparecen en las nubes, y se escuchan allí extraños murmullos.

El lugar está henchido de encanto y dicha, y mis conversaciones versaron naturalmente sobre este eterno tema.

J. KRISHNAMURTI

Nota

Puedo añadir a lo precedente que las descritas condiciones eran posiblemente las más favorables para que se manifestara la influencia del Instructor del Mundo. Krishnaji estaba rodeado de un pequeño grupo de fervorosos estudiantes, creyentes en su inspiración y que gozosamente acogían la presencia del Señor. Los lectores reconocerán la profunda sabiduría, la sorprendente originalidad y la exquisita dicción de este admirable libro. Los prudentes lo estimarán; los que no lo sean harán lo que les parezca.

ANNIE BESANT

I

LA VOZ DE LA INTUICIÓN

Deseo, en cuanto se me alcance, exponeros ciertas ideas que debéis estudiar y que os darían un definido e inteligible concepto de la verdadera vida espiritual. Me parece que todos vosotros entendéis que para crear, como habéis de crear si queréis vivir, se necesita lucha y descontento; y para convertirlos en fruición, debéis cultivar vuestro propio punto de vista, vuestras propias tendencias, vuestras propias capacidades, y por esto deseo despertar en cada uno de vosotros, aquella Voz, aquel Tirano, el único guía capaz de ayudaros a crear. La mayor parte de vosotros prefiere, por ser más fácil camino, copiar. A la mayoría de vosotros, les gusta imitar. Para muchos de vosotros es mucho más cómodo no cultivar vuestras propias tendencias, vuestras propias cualidades, vuestra propia naturaleza, sino más bien imitar ciegamente. Y creo que convendréis conmigo en que esto es fatal para el desenvolvimiento de la Voz. La más noble guía de cada uno de vosotros es esta Voz, este Tirano, esta Intuición; y cultivándola, ennobleciéndola y perfeccionándola llegaremos a la meta; nuestra propia meta.

Cultivando esta voz hasta que llegue a ser el único Tirano, la única Voz a que obedezcamos, debemos descubrir nuestra meta y trabajar incesantemente para alcanzarla. Ahora bien, ¿qué meta es esta? Para mí, consiste en conocer la Verdad final. Anhelo llegar a un estado en que por mí mismo conozca lo que he conseguido, que yo soy la personificación de dicha Verdad. Y al lograr esta Verdad, logro al propio tiempo mi anhelo: la paz, la perfecta tranquilidad de mente y emociones. Tal es la meta para mí. Ante todo lo esencial es fortalecer en cada uno de vosotros esta Voz que se asevera por sí misma de cuando en cuando. Y cultivar y ennoblecer la Intuición; debemos aprender a pensar y obrar por nosotros mismos. El cultivo de esta Voz de la intuición requiere una conducta acorde con sus dictados.

La imitación nada tiene que ver con la belleza. El Arte no consiste en copiar la Naturaleza tal como es, sino en la dignidad del símbolo que la representa. Así, cada uno de nosotros ha de ser un artista; un artista que cree por sí mismo porque le ha conmovido un vislumbre de la Visión. Observaréis que los verdaderos e insignes artistas, los genuinos y eximios instructores no tienen el sentimiento de la exclusividad, sino que encarnan todas las cosas, son parte de todas las cosas. Debemos tener varios aspectos a fin de producir lo perfecto. Un jardín lleno de rosas, podrá haber en él las más perfectas rosas de toda variedad y color, pero si todo son rosas, carecerá de belleza el jardín.

Todos propendemos a ser como los demás. Deseamos acomodarnos a determinado tipo y adaptarnos a moldes que no son de nuestra hechura. Esto es fatal para el desenvolvimiento de la perfecta intuición. Sin embargo, no debemos olvidar que todos nos encontraremos en el Reino de la Felicidad.

Por nuestro nacionalismo o nuestra modalidad de culto religioso propendemos a pensar que somos diferentes de otras personas; tratamos al mundo como si estuviese independiente de nosotros y llegamos a ser exclusivos en nuestras perspectivas. Destruiremos en vez de crear si tenemos tan limitada visión y tan restringidas ideas. Yo deseo, en cuanto se me alcance, despertar en cada uno de vosotros esta Voz, que os guiara por el camino que queráis seguir, que es vuestra propia vida, el sendero por vosotros mismos trazado. Y mientras obedezcáis a esta Voz, a esta Intuición, no podréis errar; pero erraréis si tratáis de obedecer y seguir las órdenes, las ideas, las visiones de los demás.

Yo puedo exponeros mi ideal de Verdad, de perfecta paz y amorosa ternura, pero debéis esforzaros en alcanzarlo por vosotros mismos. Yo puedo exponer los principios de Verdad, pero vosotros, por medio de vuestra propia Voz y obedientes a esta Voz, debéis desenvolver vuestra propia Intuición, vuestras propias ideas, y así alcanzaréis la meta donde todos nos hemos de encontrar.

Esto es para mí lo más importante de la vida. Yo no quiero obedecer a nadie, sea quien sea, mientras no esté yo convencido de que tiene razón. No quiero ocultarme tras la pantalla que vela la Verdad. No quiero tener creencias a las cuales no pueda responder ni darles mi alma, mi corazón y todo mi ser. En vez de ser vulgares y mediocres, debéis escuchar esta Voz, cultivar esta Intuición, y descubrir así nuevas sendas de vida, en vez de ir a la aventura por ajenos senderos.

Según ya dije, para realizar este ideal debéis desenvolver vuestra Intuición, esencial es la perfecta armonía de emociones y de mente para que se manifieste la Intuición, la Voz de vuestro verdadero ser.

La Intuición es el susurro del alma. Es Intuición la palabra guiadora de vuestra vida. Cuanto más armonicemos por el perfeccionamiento y la purificación nuestras intensas emociones y agudos pensamientos, más aptos seremos para oír esta Voz, la Intuición, que es común a todos, la Intuición, que pertenece colectivamente a la humanidad y no a un particular individuo. Debéis tener vivos sentimientos de amor, de intensa dicha o de sincera bondad. Quien carece de emociones no sirve para nada, mientras que quien intensas las tiene, aunque de siniestra índole, puede siempre tratar de refinarlas y perfeccionarlas. La persona insensible e indiferente no puede crear, destruir ni edificar. Observaréis que un gran destructor nunca es persona mezquina sino que algo admirable hay en él. Tampoco es mediocre ni endeble un gran amador. Cuantos más sentimientos y emociones tengáis, tanto mejor; pero al propio tiempo habéis de aprender a dominarlas, porque las emociones son como las malas hierbas, que si no las escardáis infectarán el jardín. Si tenéis débiles emociones, pero las vais alimentando día tras día, acabarán por crecer y vigorizarse. La idea de que no debemos tener sentimientos ni emociones es absurda y contraria a la espiritualidad. Cuanto más fervorosos sean vuestros sentimientos, mejor; pero habréis de dominarlos so pena de sufrimiento. Si no los domináis os apartaréis de vuestra Intuición y os extraviaréis por vericuetos en vez de seguir el camino recto hacia vuestro ideal.

Tened formidables sentimientos y disfrutad de ellos. No seáis negativos, sino intrépidamente emprendedores. Digo esto con tanta vehemencia, porque todos tenemos propensión a ser de un mismo tipo, a pensar de una misma manera, a congregarnos en torno a la misma persona, y tememos no poder adelantar si no pertenecemos a tal o cual actividad. Pero, ¿qué es el adelanto? Es vuestra propia felicidad. El adelanto es tan solo una palabra. Yo preferiría ser feliz a cuantas mezquinas satisfacciones pueda el mundo dar. ¿Qué importa la religión a que pertenezcáis ni la fama de que gocéis mientras os sintáis verdaderamente felices y podáis mantener absolutamente claro y distinto vuestro ideal?

Imaginaos por un momento al señor Buda y Sus discípulos. Fueron las grandes excepciones de su época. Todos tenían un solo Maestro, una sola meta un solo ideal: Él. Y sin embargo, cada uno de ellos tenía la chispa del genio. No eran mediocres porque seguían a Quien era la excepción, la flor de la humanidad, y todos deben llegar a ser un tal ejemplo.



J. Krishnamurti
EL REINO DE LA FELICIDAD. (Extracto)
Editorial Sirio, s.a. - málaga
Libro publicado con subvención de la Junta de Andalucía.
Nuestro agradecimiento a D. Roberto Pla Sales, quien generosamente facilitó un ejemplar de El Reino de la Felicidad para que sirviera de base a la presente edición.
Los editores.









 

Jiddu Krishnamurti y Sidney Field Povedano.

Como la mente-corazón no sabe cómo cantar,
en vez de eso persigue al cantor.

Krishnamurti


Deseo expresar mi agradecimiento a la Krishnamurti Foundation Trust. Ltd. por permitirme usar la discusión inédita sobre muerte y reencarnación así como las dos cortas selecciones de sus pláticas. También estoy en deuda con Mrs. Nancy Bullock, por transcribir el cassette de la discusión, y a Mrs. Mary Zimbalist y Mrs. Mary Lutyens Links por supervisar la exactitud del texto.

P R E F A C I O

La semilla de esta corta narración sobre Krishnamurti, fue plantada primero en Costa Rica, años antes de que yo lo conociera personalmente. Esto no es de ninguna manera un intento de un bosquejo biográfico del Instructor del Mundo, sino más bien un enfoque sobre ciertos elementos y hechos sobresalientes en mi larga y significativa amistad con Krishnamurti, el ser humano, un amigo que yo siempre he evaluado afectuosamente.

I

En mi casa en Costa Rica en donde yo nací. Krishnamurti era una palabra familiar desde que yo puedo recordar. Mis padres, abuelos y unos pocos amigos íntimos eran los fundadores originales de la Sociedad Teosófica en ese país de América Central.

Más tarde también ellos se volvieron los primeros en representar la Orden de la Estrella de Oriente, fundada por la Doctora Annie Besant para preparar el camino para la llegada del Instructor Mundial.

Siendo niño pequeño a menudo me detuve a observar una gran fotografía iluminada de Krishnamurti, un hermoso joven en su traje hindú, colocada prominentemente en el cuarto de mis padres y me preguntaba qué clase de persona era él realmente, si un joven común y corriente como yo pudiera hablar con él algún día pidiéndole su consejo. Yo había oído tanto sobre los grandes cambios espirituales y sociales que él iba a traer al mundo, y me preguntaba si esos incluirían limitar la autoridad de los padres sobre los hijos, de modo que los chicos pudieran contestarles sin ser castigados, y si las tareas escolares serían eliminadas.

Nosotros éramos una familia de creyentes dedicados a Krishnamurti y a su futuro papel en el mundo. Creíamos que era nuestro buen karma hacer nacido en un tiempo cuando este gran hombre revelaría de nuevo al mundo las verdades que Buddha y Cristo habían enseñado.

Aunque vivíamos en un pequeño país católico no había compromisos en nuestra posición a este respecto. Los miembros de la Orden de la Estrella de Oriente usaban orgullosamente la pequeña estrella de plata de cinco puntas, emblema de los miembros en la Orden. Los hombres la usaban en la solapa de sus sacos, las mujeres sobre sus blusas, y prontamente se explicaba su significado a cualquiera que lo preguntara. Mi hermana, Vera, que se había casado recientemente dentro de una prominente familia católica, había colgado una gran fotografía de Krishnamurti en la pared de su alcoba en el lado que le pertenecía en la cama doble. Su marido Max, hijo de un expresidente de Costa Rica, Bernardo Soto, y además Coronel en la Armada inexistente en Costa Rica, era de mente amplia, pero también cauteloso, prontamente colgó una foto igualmente grande del Papa sobre su lado de la cama. Un curioso par aquellos dos, presidiendo sobre la cama matrimonial, el viejo Pontífice romano y el hermoso joven Brahmín.

Nosotros éramos libres de cualquier influencia eclesiástica, pero cada domingo en la mañana asistíamos a una especie de escuela dominical de Krishnamurti patrocinada por la Orden de la Estrella de Oriente. Los actos siempre se abrían con una declaración de los propósitos de la Orden, no diferente de una Invocación de alianza con Krishnamurti redactada en un florido español, expresando la creencia de los miembros en la próxima venida de un gran maestro espiritual en la persona de Krishnamurti, y nuestro compromiso de prepararnos nosotros mismos para ser dignos de su enseñanza. Cada joven, hombre o mujer en el grupo tomaba su turno para leer la Invocación. Yo odiaba ver llegar mi turno. Era como levantarme en la clase a recitar alguna cosa que no había preparado. Al leerla yo vacilaba, titubeaba, tosía, parpadeaba. El adulto encargado me veía con una severa mirada, los chicos se reían y yo me sentía como un tonto. Después seguía una solemne plática de algún prominente teósofo exhortándonos a vivir la clase de vida que el futuro Instructor del Mundo aprobaría. El pequeño ritual se volvía un terrible fastidio, pero no había manera de zafarse. Krishnamurti, los domingos en la mañana era una costumbre que no podía ser violada

Observada con igual celo era la costumbre de usar esa pequeña estrella de plata que estimábamos tanto. Era una insignia de distinción y por la violenta oposición de la iglesia a ello se había vuelto sinónimo con la causa de libertad individual y libertad civil. La iglesia no perdía oportunidad de expresar sus sentimientos sobre el asunto. Mi hermano y yo asistíamos a una escuela particular para niños donde uno de los temas requeridos era la religión, enseñada por un sacerdote regordete. Nosotros estábamos dispensados de tomar esas clases como lo eran otros estudiantes no católicos por requerimiento de sus padres, pero éramos puestos aparte por el sacerdote, que en otros casos era jovial, con una severa y dura mirada como si él la fijara en la controvertida pequeña estrella usada a plena vista sobre nuestros trajes, en esa clase particular solamente y tan sólo por provocar al sacerdote quien inmediatamente procedía a persignarse. ¡Nosotros estábamos en liga con el diablo!

La abierta lucha entre la iglesia militante y un pequeño pero articulado grupo de intelectuales, artistas y “libres pensadores” había sido integrado por algún tiempo, pero finalmente se había desbaratado a causa del más desagradable acontecimiento: el nuevo asunto fue el problema de la moneda que había sido recientemente emitida por el Banco Internacional de Costo Rica, (ahora el Banco de Costa Rica) el primer Banco nacionalizado en el país, el cual había sido fundado por mi padre y del que él era presidente. Para honrarlo el Consejo Directivo había decretado que su retrato apareciera en los billetes de diez colones. El retrato se hizo con la inconfundible pequeña estrella que muy a la vista lucía en la solapa de su saco. Nadie se hubiera fijado especialmente en ello si no fuera por la clerecía militante que levantó su voz airada contra ello, en las páginas del periódico “La Información”, controlado por el gobierno. Ellos culparon a los herejes teósofos y miembros de la infame Orden de la Estrella de Oriente de haber conspirado por medio del flujo natural de la moneda para introducir a Krishnamurti y su sacrílego dentro de cada ciudad, pueblo y aldea en el país. “El Presidente del Banco Internacional no nos engaña cuando usa esa pequeña estrella tan cursi en la solapa en su retrato sobre los billetes de diez colones” escribieron ellos. “Para cada uno de nosotros es claro que esta insignia de herejía, la cual se ha puesto de moda entre muchos descreídos, incluyendo inocentes jóvenes del pueblo, solamente significa una cosa “¡Yo creo en Krishnamurti!”

Así pues, cuando la iglesia, respaldada por la devota esposa del Presidente González Flores lanzó su mayor ataque sobre Krishnamurti, el hermoso joven hindú pareció destinado por un raro azar a convertirse en un factor en la vida política del país. Levantándose en favor de Krishnamurti estaba mi abuelo materno, el artista Tomás Povedano de Arcos, cuyos duros artículos sobre la intolerancia de la iglesia, publicados en el periódico de oposición “La Prensa Libre” atrajo el apoyo de un gran número de jóvenes de la nueva generación. También en apoyo de Krishnamurti vino Federico Tinoco, uno de los más distinguidos e influyentes ciudadanos. El era un hombre brillante, educado en Oxford, rico, miembro del Congreso. Secretario de Guerra prominente teósofo, orgulloso miembro de la Estrella de Oriente e íntimo amigo de la familia. Agudamente consciente de las realidades políticas y poseído de un insaciable apetito presidencial. Tinoco se lanzó al combate con un gran ímpetu. En declaraciones públicas por medio de la prensa, él provocó al Presidente González Flores a salirse de la segura e inconveniente neutralidad que él había asumido en el asunto Krishnamurti. Contando con su gran apoyo popular. Tinoco agudamente denunció a su superior por ocultarse tras las faldas de su católica mujer en vez de salir a la defensa de las libertades civiles que él había prometido guardar.

Los partidarios del Gobierno pidieron su dimisión, pero el Presidente lo mantuvo en su acuesto, presumiblemente figurándose que podía tener un manejo más efectivo de su indócil Ministro mientras tuviera él las riendas del Gobierno, que estando fuera de éste.

La iglesia contra Krishnamurti era el asunto más inflamable del día, culminando en la quema del hermoso y recientemente edificado Templo Teosófico, donde los miembros de la Orden de la Estrella se reunían. Un cura de ojos malignos orgullosamente confesó haber incendiado el lugar. Hubo fuertes protestas públicas, principalmente de los estudiantes contra el gobierno y la iglesia. El más amargo conflicto fue manejado por las hábiles manos de Tinoco .

Al final, el Gobierno conservador de González Flores fue derrocado por un desafiante golpe de Estado ejecutado por Tinoco.

El nuevo Presidente tenía grandes planes para el país y el país lo miraba con grandes esperanzas.

Siendo un fuerte partidario de Krishnamurti, él vio la oportunidad de que fueran traducidas algunas selecciones de su pequeño libro “A los Pies del Maestro” que aparecían regularmente en el periódico “La Información”, diario del Gobierno.

Era un tiempo de festividades. Había reuniones y banquetes en honor del nuevo progresista presidente. El día del Loto, celebrado por los budistas en todo el mundo el 8 de Mayo, el aniversario del nacimiento de Buddha, era un día de significado especial para los teósofos y miembros de la Estrella de Oriente. En esta ocasión mi familia, considerada como líder teosófico en el país, celebró una gran reunión Blavatsky-Krishnamurti.

En particular esta reunión fue de gran etiqueta en honor del Presidente Tinoco. Asistieron importantes figuras públicas. Algunos miembros del Gabinete, deseando agradar al Jefe Ejecutivo, se habían unido a la Sociedad Teosófica y a la Orden de la Estrella de Oriente. Ser miembros de estas dos organizaciones se había vuelto de moda. Algunos lo consideraban una osadía. Era una manera de decir a la iglesia que ellos eran emancipados. Los políticos que cortejaban el favor del Presidente, pretendieron abrazar la Teosofía y la creencia en el futuro papel de Krishnamurti; pero después, el domingo iban a la iglesia a confesar su pecado.

Todos ellos se habían reunido esa tarde en la grande y elegante sala de recepción de nuestra casa en San José, capital de Costa Rica, y se mezclaban con los leales. Era una multitud vibrante y ruidosa. Al fondo del salón, cerca del gran piano se pusieron dos grandes caballetes sosteniendo retratos de Madame Blavatsky y Krishnamurti, pintados por mi abuelo Tomás Povedano de Arcos, que había sido pintor de cámara en la corte de la reina Cristina de España. Su cuadro de la fundadora rusa de la Sociedad, era más bien desagradable con su intensa, hosca y melancólica mirada y su chal desteñido alrededor de su cabeza, pero la pintura de Krishnamurti con el turbante azul celeste y el doti dorado, era hermosa, yo siempre lo pensé así. Las dos pinturas expuestas lado a lado sobre sus caballetes exhibían un extraordinario contraste en actitudes y color.

La esposa del presidente, María de Tinoco, amiga íntima de mi madre, abrió la sesión. Ella era una señora muy agradable, alta y corpulenta, con una bonita cara infantil y una voz suave y acariciante. Era muy emotiva, y cuando habló acerca de Krishnamurti su voz se volvió trémula y su pecho oprimido. Con oratoria altisonante otros le siguieron, exaltando la gran misión de Mme. Blavatsky y la gran misión por venir de Krishnamurti.

Después hubo piezas musicales, piano, violín cantos, etc. Mi hermana Flora generalmente cantaba en esas ocasiones. Champagne y refrescos completaron la festividad. Allí hubo alegría y amistad filtre aquellos que orgullosamente usaban sus pequeñas y brillantes estrellas de plata, y unos cuantos que felizmente se tambaleaban.

La siguiente mañana el retrato de Mme. Blavatsky fue devuelto a la Logia Teosófica. El retrato de Krishnamurti volvió al estudio de mi abuelo. Siempre sentí tristeza de que se lo llevaran de allá. Me parecía que pertenecía a nuestro salón, pero mi abuelo era muy posesivo en cuanto a este retrato. Krishnamurti se había convertido para nuestra familia como un pariente lejano que en una tierra distante hubiera alcanzado celebridad y fama a quien deseábamos encontrar algún día.

Exactamente veinte días más tarde celebramos otro aniversario. Mi día de cumpleaños. Doña María, siempre atenta e interesada y a la vez consciente de que estábamos planeando ir a los Estados Unidos, me dio un presente que pensó mejoraría mi inglés y mi carácter. Era “A los Pies del Maestro” en su idioma original. Esto no cumplió su objetivo y molestó a mi padre cuando me oyó leer en él. Determinó mi padre que algo debería ser hecho para mejorar mi inglés. Tuve horribles pensamientos de ser internado en la escuela inglesa de San José. Afortunadamente Doña María llegó con una feliz solución. Su hermana mayor Marian Le Capellain, una severa solterona que vivía con los Tinoco y había sido educada en Inglaterra, estuvo de acuerdo, se nos dijo, de enseñar a mí y a mi hermano como hablar apropiadamente el lenguaje del Rey.

Fue divertido dirigirnos todas las mañanas a la mansión presidencial, pasando por la guardia militar en la puerta armados con un solo libro. “A los Pies del Maestro”. Miss Le Capellain, que no compartía las ideas filosóficas de su hermana y de su cuñado, y que se sintió punto menos que extática ante su nuevo empleo educativo, la compensó con otro tónico libro: la Biblia, la que ella nos leía diariamente: pero su hábito de llegar siempre tarde a la clase, en la biblioteca con sus filas de libros, y mi manía de curiosear en los alrededores del domicilio presidencial mientras mi hermana se entretenía con una versión española del “Katzenjammer Kids” publicado en un periódico local, produjo inesperado rendimiento; y una estrecha y fácil amistad con el Presidente a quien yo descubrí primero solo en el salón comedor tomando su desayuno. El no me era extraño a mí ni yo a él. Lo había conocido en mi familia desde que yo recordaba, pero de una manera formal y un tanto alejada. Aquí conversamos animada e informalmente cuando me ofreció pan dulce y galletas mientras él saboreaba su café negro y mordisqueaba un pedazo de tostada con mermelada. Hablamos acerca de sus proezas como estrella que había sido del football Soccer y sus cabalgatas. El amaba los caballos. Me contó historias de hazañas retadoras y corrigió mi pronunciación cuando le leí algo de “A los Pies del Maestro” esperando conseguir su aprobación a espaldas de su muy británica cuñada. Me contaba chistes y yo me reía, a veces hasta criticábamos. Yo estaba siempre fascinado por aquel hombre, su extraordinario aspecto y su aparentemente infinita colección de resplandecientes uniformes. El parecía siempre confiado en sí mismo y seguro, pero algunas veces, cuando estaba en reposo, yo tenía el sentimiento de que había una gran tristeza en su mirada.

Tinoco era una figura dominante, alto y de complexión poderosa. En su juventud él tuvo reputación de ser muy hermoso, pero en los años de su juventud había contraído una enfermedad venérea que lo dejó totalmente sin cabello sobre su cuerpo. En París había logrado una recuperación parcial de su aspecto anterior con un gallardo bisoñé, pestañas postizas y cejas pintadas de negro. Debido a que su piel había adquirido una blancura enfermiza, sus grandes ojos negros aparecían más negros que ala del cuervo, y como la vida lo había amargado, ellos brillaban con una luz inflamada, excepto cuando él recibía la visita del joven que tenía dificultades con su inglés y acudía a él con reverencia. Entonces él era siempre gentil, amable y paciente.

“Don Pelico” como era afectuosamente conocido entre sus amigos, era un hombre notable, verdaderamente un carácter salido de la Edad Media.

El país, viviendo encasillado en la era de la razón, estaba abierto a la franca amistad y al optimismo. Los bonos de Krishnamurti subieron dramáticamente.

Desgraciadamente el régimen de Tinoco duró tan sólo dos años. La nave del Estado entró a aguas turbulentas cuando Washington rehusó reconocer su administración porque él había llegado al poder por medio de la fuerza. Por lo tanto, los préstamos esenciales de los que él dependía para la realización de sus más importantes proyectos, se fueron por el caño. Tinoco, de todas maneras estaba determinado a triunfar. El trataría de conseguir préstamos de los gobiernos europeos. Le dijo a mi padre, quien había infructuosamente intercedido en su favor en Washington, que antes de terminar, crearía en Costa Rica una sociedad de la cual Krishnamurti estaría orgulloso. Pero la oposición a su gobierno creció en Washington, llevando a los gobiernos europeos a que le volvieran la espalda. Tinoco, el hombre de ideales y principios, poco a poco se convirtió en el hombre de poder, que buscaba ciegamente su propio provecho. Frustrado y confundido a cada paso, disolvió la Asamblea Legislativa y se convirtió en el primer dictador de Costa Rica en la historia. Las dificultades de Tinoco aumentaban diariamente. Julio Acosta, otro amigo intimo de la familia, un notable educador, prominente teósofo y miembro de la Estrella de Oriente, reunió un ejército de voluntarios en la provincia de Guanacaste y principió un avance contra el Dictador en San José.

El hermano de Tinoco, Joaquín, de quien él era devoto, fue asesinado. Mientras tanto, el crucero Lexington de los Estados Unidos, echó anclas en la bahía de Limón, en el Caribe de Costa Rica, listo para cualquier emergencia. Una desordenada multitud de jóvenes pro-Tinoco apedreó la Legación Americana en San José y trató de prenderle fuego, un acontecimiento que, encima de otros problemas, envió al acosado Ministro Benjamin Chase, un amigo nuestro, de vuelta a los Estados Unidos con un choque nervioso.

Tinoco vio los letreros sobre la pared y decidió actuar rápidamente. Cayó como una tormenta sobre el Banco Internacional y enfurecido le pidió a mi padre que le entregara todas las reservas de caja del banco, unos 35.000.000 (treinta y cinco millones). Una mera pequeñez en estos días de inflación, pero una buena suma en la mitad de los años veinte, en la pequeña Costa Rica. El paranoico Dictador, enloquecido por la pena de la muerte de su hermano y la inminente separación de su familia, amigos y país, se volvió contra mi padre. Lo acusó de haber puesto una mano en las últimas maniobras en Washington y de unirse a las fuerzas de Acosta, a su espalda. Declaró que había perdido su propia fortuna personal luchando contra los grupos rebeldes en todo el país, e hizo el cargo “al bandido Acosta” con la culpa de robar sus valiosas propiedades en Guanacaste. ¡Alguien tenía que pagar por todo eso!

La inmediata respuesta de mi padre fue poner su renuncia junto con la de todo el Cuerpo de Directores.

La prensa voló con la sensacional historia y esparció las noticias. De la noche a la mañana esto fue un escándalo nacional. El fin de Tinoco. Pero él tuvo la suficiente avidez de dinero para requisar las reservas de la Caja del Banco y volar a Francia.

La iglesia, envalentonada por el reciente giro de los acontecimientos volvió a su ataque contra Krishnamurti, ¿cómo podría alguien apoyar a Krishnamurti como Tinoco lo hizo obrando de otra manera?

Los días que siguieron fueron caóticos. El país estaba sin gobierno. Las tropas de Acosta aún no habían llegado a la Capital. Bandas de ladrones saqueaban las tiendas, se hacía fuego abiertamente en las calles. Los ciudadanos fortificaban sus casas contra los saqueadores. Nuestra propia casa estuvo bajo el fuego de fusiles por tres días mientras nosotros nos refugiábamos en la bodega de los vinos. Tinoco más tarde se desdijo de toda responsabilidad por el desconsiderado ataque. Le creímos. Tal vez tuvimos en cuenta el largo pasado de amistad. Era un hecho que mi padre tenía enemigos políticos en el país, que Tinoco en esos momentos ya no tenía el mando y que se abría un sésamo, un tiempo para establecernos en otro feudo. De cualquier manera la vida fue dura e impredecible durante esos mortales días del régimen de Tinoco. Los bonos de Krishnamurti se desplomaron.

Eventualmente, Julio Acosta el nuevo héroe y su armada de voluntarios entraron a un nuevo y desierto San José, no muy pronto. Vivir en una húmeda bodega no era nuestra idea de “hogar dulce hogar”. Acosta se inauguraba como Presidente y rápidamente reanudó la publicación de las selecciones traducidas de “A los Pies del Maestro” en “La Información”. Él ofreció amnistía a sus anteriores enemigos y, como Tinoco celebró una nueva era de libertad y respeto hacia las minorías. La vida volvió a la normalidad.

Los bonos de Krishnamurti empezaron nuevamente a recuperarse despacio.


K R I S H N A M U R T I
El Cantor y la Canción
(Memorias de una amistad)
Sidney Field Povedano
EDITORIAL ORIÓN
MÉXICO
1988







 

Jiddu Krishnamurti y El Amigo Inmortal. Poemas.

EL AMIGO INMORTAL

- 1 -
Dondequiera que miro, descubro Tu presencia;
Pleno estoy de la gloria de Tu magnificencia,
Y ardo en el fuego sacro de Tu felicidad.
Yo lloro por aquellos
Que jamás te contemplan,
Por los que nada sienten
De Tu gloriosa Paz.
¿En cuál humana forma
Pudiera demostrarles
Tu inmarcesible gloria?

Yo me senté a soñar en un albergue
De imponente quietud.
Estaba la mañana somnolienta
Y tranquila;
De pie, frente a los cielos,

Los montes, en azul,
Impasibles, serenos.
En redor de la casa de madera,
Idos pájaros en negro y amarillo
Saludaban al sol de primavera.

Me senté sobre el suelo
Con las piernas cruzadas
Meditando;
Y me olvidé de los montes azules,
De los pájaros,
Del silencio imponente
Y del dorado sol naciente.

Perdí la sensación de todo el cuerpo,
Y mis miembros inmóviles
Reposaban en paz de gracia llenos.
Un júbilo profundo, inmensurable,
Llenó mi corazón.
Y mi mente,
Anhelosa e impaciente
En la concentración,
Perdía, insensible, el mundo de lo irreal.
Yo estaba rebosante de poder inmortal.

Como la fresca brisa de levante
Que de súbito surge a la existencia
Y embalsama el ambiente circundante,
Allí, frente por frente,
Sentado a lo oriental,
En la forma que el mundo Le conoce,
Con Su amarilla túnica habitual,
Sencillo y majestuoso,
Así estaba el Maestro de Maestros.
Fija Su vista en mí,
Y sin un gesto,
Tomó asiento el Poderoso Ser.

Yo le miré y, fervorosamente,
La cabeza incliné
A Su presencia,
Mi cuerpo hizo una curva hacia adelante
En grácil reverencia.
Aquella única mirada
Mostró el avance del mundo hacia el progreso,
Y la inmensa distancia
Que se pierde a lo lejos,
Entre el mundo de sombras y congojas
Y el más grande de todos sus Maestros.

¡Cuán poco el mundo comprendió Su vida,
Y tanto como ha dado!
¡Cuán jubilosamente,
Libertado,
Él remontó Su vuelo
Escapando, por fin, de la tiránica
Rueda intrincada de muerte y nacimiento!
Una vez ya iluminado,
Como el jardín da su aroma,
Él dio al mundo la Verdad.

Mientras yo, reverente, contemplaba
Los pies benditos que hollaron en un tiempo
De la India la tierra afortunada,
Mi corazón de santo amor henchido,
En un caudal de devoción inmensa
Desbordóse indomable e irreprimido.
Y se fundió mi ser en esa dicha.

Mi mente comprendió de esta manera
Extraordinaria y fácil,
La Verdad que tan ansiosamente
Él alcanzó en sin igual combate.
Y se fundió mi ser en esa dicha.

Mi alma comprendió la infinita sencillez
De la Verdad.
Y se fundió mi ser en esa dicha.

Tú eres la Verdad,
Tú eres la Ley,
Tú eres el Refugio,
Tú eres el Guía,
El Compañero y el Amado.
Tú has embriagado mi corazón,
Tú has conquistado mi alma,
En Ti encontré mi consuelo,
En Ti mi Verdad establecí.

Por donde caminaste,
Sigo yo al margen de Tus huellas.
Donde Tú padeciste y conquistaste,
Atesoro yo fuerzas.
Donde Tú renunciaste,
Yo me ensancho
Sereno, inmensurable.

Eterno cual las estrellas
Que pueblan el firmamento,
He llegado a ser al cabo
Del goce y el sufrimiento.
Feliz por siempre es aquél
Que Te comprende y Te ama
Con pleno conocimiento.

Como el mar, insondable,
Así es mi amor, infinito.
He alcanzado la Verdad,
Y una divina quietud
Alienta a crecer mi espíritu.

Mas, ayer, ansié alejarme
Del mundo de sufrimiento
Hacia un apartado sitio

De una montaña en silencio.
Manumiso,
Desligado
De toda cosa
En busca de Ti, oh Amado,
Y ahora Te apareces dentro
De mí mismo, Iluminado.

Te llevo en mi corazón.
No importa adonde mire,
Te contemplo, Feliz, tranquilo, sereno,
Llenando mi mundo
La expresión de la Verdad.

Mi corazón está henchido de poder.
Mi mente está concentrada.
Yo estoy pleno de Ti.
Como la brisa de levante
Que de súbito surge a la existencia
Y embalsama la tierra circundante,
Así me realicé.

Yo soy la Verdad,
Yo soy la Ley,
Yo soy el Refugio,
Yo soy el Guía,
El Compañero y el Amado.


Jiddu Krishnamurti, El Amigo Inmortal, Editorial Sirio.
Parte 1.







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