Año 1973.
Después de Saanen, K regresó a Brockwood para la reunión anual que había tenido lugar allí durante los últimos cuatro años, y se quedó hasta que viajó a la India en octubre. Ahora, cada vez que estaba en Brockwood, K solía venir a Londres una vez por semana acompañado de Mary Zimbalist, a veces para ir al dentista o al peluquero (Truefitt & Hill en Bond Street), pero siempre para visitar a su sastre, Huntsman, generalmente sólo para llevarle un par de pantalones que había que modificar o para tomarse la enésima prueba de un traje que nunca llegaba a alcanzar por completo su norma de perfección. Raramente ordenaba un traje nuevo. Parecía gustarle la atmósfera de la tienda y se demoraba examinando con atención completa los envoltorios de tela que se encontraban sobre los mostradores. Cada vez que venían a Londres, yo solía almorzar con ellos en el cuarto piso del restaurante de Fortnum & Mason, lo que implicaba un paseo convenientemente corto desde Savile Row a través de la Burlington Arcade, y una visita a la librería contigua de Hatchard, donde K aumentaba su surtido de novelas policiales de bolsillo. El menú en este restaurante era muy limitado para los vegetarianos, pero el lugar era espacioso y tranquilo y las mesas estaban suficientemente apartadas entre sí como para poder sostener conversaciones sin que otros las escucharan. K solía observar con intenso interés a las personas que lo rodeaban, el modo en que vestían, lo que comían, la manera en que comían y se comportaban. En una época, había una modelo que se paseaba alrededor de las mesas. K nos tocaba ligeramente con el codo a Mary y a mí diciendo: «¡Mírenla, mírenla! Ella desea que la miren», pero él se interesaba mucho más que nosotras en lo que ella vestía. Siempre manifestó un gran interés en las ropas, no sólo en las propias. Ocasionalmente, durante el almuerzo yo le pedía que se pusiera mi anillo, un conjunto de turquesa engarzada en diamantes, que él conocía bien porque mi madre siempre lo había llevado. K solía ponérsela en su dedo meñique. Cuando me lo devolvía en el momento en que dejábamos el restaurante, los diamantes brillaban como si acabaran de ser limpiados por un joyero. Esto no era imaginación. Un día, cuando después del almuerzo me encontré con una de mis nietas, me dijo: «¡Qué maravilloso se ve tu anillo! ¿Acabas de mandarlo a limpiar?».
En los años 70, un amigo de K lo describía de este modo:
Cuando uno se encuentra con él, ¿qué es lo que ve? Ciertamente, hasta un grado superlativo hay nobleza, poder, gracia y elegancia. Los modales son exquisitos, hay un elevado sentido estético, una enorme sensibilidad y una percepción penetrante en cualquiera de los problemas que uno pueda traerle. En ninguna parte de Krishnamurti existe el más mínimo vestigio de algo que sea vulgar, común o trivial. Uno puede comprender su enseñanza o no comprenderla; uno puede tal vez criticar esto o aquello en su acento o en sus palabras. Pero es inconcebible que alguien pueda negar la nobleza y la gracia que fluyen desde su persona. Uno podría quizá decir que tiene un estilo o una categoría que están muy por encima y mucho más allá del tipo humano corriente.
No caben dudas de que estas palabras lo turbarían. Su vestir, su porte, sus modales, la manera en que se mueve y habla son, en el más alto sentido de la palabra, principescos. Cuando él entra a algún lugar, es alguien absolutamente extraordinario el que allí se encuentra.
El interés de K en las buenas ropas y en los buenos automóviles y su gusto por los libros y las películas escapistas, han parecido anómalos a algunos, a él nunca se le ocurrió cambiar sus inclinaciones en asuntos tan triviales ni pretender que fueran otra cosa que lo que eran.
Vida y Muerte de
KRISHNAMURTI
MARY LUTYENS
Traducido del inglés por
ARMANDO CLAVIER
Editorial KIER, S.A.
Después de Saanen, K regresó a Brockwood para la reunión anual que había tenido lugar allí durante los últimos cuatro años, y se quedó hasta que viajó a la India en octubre. Ahora, cada vez que estaba en Brockwood, K solía venir a Londres una vez por semana acompañado de Mary Zimbalist, a veces para ir al dentista o al peluquero (Truefitt & Hill en Bond Street), pero siempre para visitar a su sastre, Huntsman, generalmente sólo para llevarle un par de pantalones que había que modificar o para tomarse la enésima prueba de un traje que nunca llegaba a alcanzar por completo su norma de perfección. Raramente ordenaba un traje nuevo. Parecía gustarle la atmósfera de la tienda y se demoraba examinando con atención completa los envoltorios de tela que se encontraban sobre los mostradores. Cada vez que venían a Londres, yo solía almorzar con ellos en el cuarto piso del restaurante de Fortnum & Mason, lo que implicaba un paseo convenientemente corto desde Savile Row a través de la Burlington Arcade, y una visita a la librería contigua de Hatchard, donde K aumentaba su surtido de novelas policiales de bolsillo. El menú en este restaurante era muy limitado para los vegetarianos, pero el lugar era espacioso y tranquilo y las mesas estaban suficientemente apartadas entre sí como para poder sostener conversaciones sin que otros las escucharan. K solía observar con intenso interés a las personas que lo rodeaban, el modo en que vestían, lo que comían, la manera en que comían y se comportaban. En una época, había una modelo que se paseaba alrededor de las mesas. K nos tocaba ligeramente con el codo a Mary y a mí diciendo: «¡Mírenla, mírenla! Ella desea que la miren», pero él se interesaba mucho más que nosotras en lo que ella vestía. Siempre manifestó un gran interés en las ropas, no sólo en las propias. Ocasionalmente, durante el almuerzo yo le pedía que se pusiera mi anillo, un conjunto de turquesa engarzada en diamantes, que él conocía bien porque mi madre siempre lo había llevado. K solía ponérsela en su dedo meñique. Cuando me lo devolvía en el momento en que dejábamos el restaurante, los diamantes brillaban como si acabaran de ser limpiados por un joyero. Esto no era imaginación. Un día, cuando después del almuerzo me encontré con una de mis nietas, me dijo: «¡Qué maravilloso se ve tu anillo! ¿Acabas de mandarlo a limpiar?».
En los años 70, un amigo de K lo describía de este modo:
Cuando uno se encuentra con él, ¿qué es lo que ve? Ciertamente, hasta un grado superlativo hay nobleza, poder, gracia y elegancia. Los modales son exquisitos, hay un elevado sentido estético, una enorme sensibilidad y una percepción penetrante en cualquiera de los problemas que uno pueda traerle. En ninguna parte de Krishnamurti existe el más mínimo vestigio de algo que sea vulgar, común o trivial. Uno puede comprender su enseñanza o no comprenderla; uno puede tal vez criticar esto o aquello en su acento o en sus palabras. Pero es inconcebible que alguien pueda negar la nobleza y la gracia que fluyen desde su persona. Uno podría quizá decir que tiene un estilo o una categoría que están muy por encima y mucho más allá del tipo humano corriente.
No caben dudas de que estas palabras lo turbarían. Su vestir, su porte, sus modales, la manera en que se mueve y habla son, en el más alto sentido de la palabra, principescos. Cuando él entra a algún lugar, es alguien absolutamente extraordinario el que allí se encuentra.
El interés de K en las buenas ropas y en los buenos automóviles y su gusto por los libros y las películas escapistas, han parecido anómalos a algunos, a él nunca se le ocurrió cambiar sus inclinaciones en asuntos tan triviales ni pretender que fueran otra cosa que lo que eran.
Vida y Muerte de
KRISHNAMURTI
MARY LUTYENS
Traducido del inglés por
ARMANDO CLAVIER
Editorial KIER, S.A.
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