LA MUERTE DE KRISHNAMURTI
La salud de K se fue deteriorando visiblemente en los últimos diez años de su vida. Su constitución delicada fue debilitándose cada vez más y las arrugas y canas plateadas aumentaban su aspecto venerable. Daba la impresión de que su estatura disminuía. Perdía peso y con frecuencia parecía piel y huesos. Algunas veces K parecía un yogui devanado que hubiera pasado mucho tiempo sometido a austeridades en las orillas del Ganges. Sus largas manos delgadas se agitaban con frecuencia en rápidos movimientos y las bolsas debajo de los ojos indicaban su cansancio. Después de hablar en público o de dar largos paseos se sentía fatigado. Cada vez necesitaba descansar más. Cuando le preguntaba por su salud, K me contestaba: «Supongo que estoy bien». ¿Pero de veras se encontraba bien?
Era evidente que K ya no soportaba el esfuerzo que suponían sus horarios apretados. Poco después de que cumpliera los ochenta años, escribí a uno de sus médicos y a varios miembros de la Fundación Krishnamurti. Les pedí que tomaran ciertas medidas. ¿No sería más conveniente para la salud de K que lo convencieran de que debía permanecer en un solo lugar, con preferencia en su casa de Ojai, en lugar de someterlo a los largos vuelos intercontinentales para dar sus conferencias? ¿No se podían distribuir en todo el mundo los vídeos de sus discursos de Ojai?
Los destinatarios de mis cartas hicieron caso omiso a mis sugerencias. Tuvieron la desfachatez de decirme que me metiera en mis asuntos. También me hicieron notar que K decidía por sí mismo. Me negué a creer lo que me decían porque K se dejaba influir por los puntos de vista de los miembros de la Fundación en lo relativo a sus programas futuros.
En 1980 K y yo hablamos de su salud. Le comenté que ciertos que cuidaban mucho de sus cuerpos lograban llegar a los ciento veinte años. Le regalé un libro científico sobre la longevidad. K me dijo confiado: «Este cuerpo mío tal vez aguante otros doce años». ¿Entonces por qué exhaló su último suspiro en 1986 en lugar de 1992? Ojalá conociera los verdaderos motivos que precipitaron el desenlace. Probablemente K habría vivido más si hubiese descansado como era debido porque incluso en los últimos años de su vida seguía trabajando mucho.
Durante mi escancia en Bombay en enero de 1986, me enteré de que K se moría de cáncer. Según las noticias provenientes de los Estados Unidos, sus días estaban contados. Saberlo me causó enorme pesar. En realidad, no era una sorpresa; un año y medio antes de su muerte había tenido la premonición de que su vida tocaría pronto a su fin. Además, el señor S. Dikshit, que es un buen estudiante de astrología, había predicho que era improbable que K pasara del mes de febrero de 1986. ¡Qué acercada resultaría su predicción! El señor Dikshit, que había hecho la carea astral de K hacía muchos años, me aconsejó que aceptara con filosofía la inevitabilidad de la muerte. Nada es permanente y hasta el sol se apagará algún día. Por suerte, en mi trabajo de Australia me habían dado un permiso de seis meses con lo que pude asistir a las últimas conferencias de K.
Sheila Ganatra, una amiga de años, quiso regalarme un billete de ida y vuelta a los Estados Unidos. Insistió en que permaneciera al lado de K en la fase terminal de su enfermedad. Aunque su idea me atraía, tuve que rechazar su generosa oferta. Mi intuición me decía que en esas circunstancias K preferiría estar solo. No me equivoqué; varias personas que estaban en Arya Vihar, en Ojai, me informaron que K no dejaba de pedir que ciertos visitantes se marcharan. Al parecer, deseaba que no lo molestaran en su lecho de muerte.
El 31 de enero de 1986, hablé en el Forum de Oradores de Bombay. El tema de mi charla fue «Las enseñanzas de J. Krishnamurti para la explosión y transformación de la humanidad». He aquí unos extractos de ese discurso:
«La tristeza nos embarga en estos instantes en que nuestros pensamientos se centran en la terrible enfermedad de Krishnaji. Krishnaji ha llevado una vida sana y pura. ¿Por qué entonces ha enfermado de cáncer? No es la primera vez en la historia que un santo sufre dolor físico y muere. No olvidemos que otros dos sabios modernos, Sri Ramakrishna Paramahamsa y Rumana Maharshi, también fueron víctimas del cáncer. ¿Por qué la naturaleza es tan injusta que algunos de sus hijos más grandes y nobles tienen que partir de este modo? Es importante que nos formulemos estas preguntas aunque tal vez nunca logremos encontrar la respuesta correcta. Quizás existan ciertos misterios incomprensibles que siempre permanecerán fuera del alcance de nuestro espíritu finito.
»Según una escuela de pensamiento Sri Ramakrishna Paramahamsa y Sri Rumana Maharshi murieron de cáncer porque absorbieron el karma de algunos de sus discípulos. Esta teoría se basa en dos presupuestos cuestionables: primero, que el karma se transfiere de una persona a otra; segundo, que es posible alcanzar la liberación de forma indirecta. En otras palabras, que el hombre se puede salvar a través del sacrificio personal de un salvador. Estas teorías, incluida la creencia cristiana de que Jesús redimió al mundo a través de su crucifixión no son más que ilusiones.
»A Krishnamurti se lo suele describir como un sabio indio. Pues bien, es indio en el sentido de que nació en la India. Hay ciertos aspectos de la cultura india que él ama y admira, en especial, la música clásica y el arte, así como la extraordinaria belleza del sánscrito. ¡Cómo le gusta cantar slokas! Pero en cierto modo cometemos una injusticia al decir que es un sabio indio. Krishnamurti no es un sabio cuya inspiración provenga de la antigua sabiduría de los vedas y los upanishads ni de ninguna otra escritura sagrada. Es preciso comprender que su realización del Absoluto se basa únicamente en la experiencia directa y personal. Como es lógico, se cuestiona la utilidad de los libros sagrados y rechaza toda autoridad espiritual y, en repetidas ocasiones se ha negado a que lo consideren un gurú. Ahora bien, tanto Sri Ramakrishna Paramahamsa como Sri Rumana Maharshi eran muy versados en las escrituras hindúes. Pero Krishnamurti se diferencia de ellos en el sentido de que cuando elucida sus enseñanzas apenas siente la necesidad de citar las escrituras.
»En la galaxia de maestros iluminados, Krishnamurti es, sin duda, un fenómeno. Es preciso explicar su singularidad entre los filósofos religiosos. Mahavira se pasó doce largos años para prepararse y purificarse, se sometió a privaciones y practicó varias sadhanas antes de alcanzar el nirvana o conocimiento absoluto. Si consideramos la vida de Buda, en los seis años que precedieron a la gran metamorfosis del nirvana que llevaron a la disolución del yo y, por tanto, a la extinción de la pena, tuvo que sondear a fondo su espíritu y meditar intensamente. En tiempos recientes, en su búsqueda espiritual, Rumana Maharshi tuvo que pasar un número considerable de años como ermitaño en cuevas y templos. Esa búsqueda espiritual se caracterizó por una concentración total en el Yo que se volvió indiferente a las penurias y dolores físicos. Es realmente notable el hecho de que Krishnamurti nunca tuvo que practicar sadhanas ni someterse a privaciones, ni tuvo que seguir ningún método tradicional para alcanzar la libertad espiritual. Las pruebas disponibles sugieren que la otredad inefable había sostenido a Krishnamurti desde los inicios de su vida. Se desconoce la fecha exacta en la que recibió la bendición de la otredad. Sin embargo, no me cabe la menor duda de que la otredad ya estaba allí, quizás en estado latente, cuando el obispo C.W. Leadbeater, con su notable clarividencia, descubrió que el niño Krishnamurti poseía un aura despojada de egoísmos. Lo extraordinario de Krishnamurti radica precisamente en esa pureza precoz. Al hacerse mayor, esa otredad se desplegó en el sentido de que su existencia se tornó más clara y más conocida. He aquí un ser puro, una persona afortunada que no tuvo que abordar el problema de limpiar su mente de impurezas. Aquellos de nosotros que observamos de cerca a Krishnamurti siempre fuimos conscientes de su absoluta pureza. Un día, por ejemplo, me hablaba del cáncer del odio y de las divisiones de la sociedad que provoca la envidia. De pronto me dijo: “En mi vida nunca he sentido envidia por nadie”. Tampoco albergaba ningún resentimiento contra aquellos a los que no gustaban sus enseñanzas».
El 17 de febrero de 1986 me llegó un telegrama del extranjero en el que se me informaba que K había muerto en Ojai. Fue el día más negro de mi vida. Sentí como si hubiera muerto y desaparecido una parte importante de mí; fue como si de repente me hubieran quitado los cimientos. Una parte irracional de mi espíritu dolorido me seguía diciendo que K seguía vivo en algún reino celestial desconocido. Es tal la tozudez del espíritu que se niega a resignarse al carácter definitivo de la muerte. Sigo llorando la muerte de este devoto amigo. Mi pérdida personal no es nada comparada con los miles de personas de este mundo que lo echarán de menos. Se ha apagado la estrella más brillante del firmamento espiritual y me pregunto si el mundo volverá a tener a alguien como K.
Fue K quien me sugirió que escribiera mis ideas y sentimientos cuando me encontrara en las garras de una crisis emocional. «Ayuda a poner la mente en orden», me aseguró. He aquí algunas de las cosas que escribí el día de su muerte:
Los individuos liberados quizás no consideren que morir es una dura prueba. Tal vez vean la muerte como una liberación esperada de la «última prisión»: el cuerpo.
K no quería que su muerte fuera considerada como un acontecimiento importante. Por eso había pedido que no se hicieran ceremonias fúnebres. Siguiendo sus deseos, sus restos mortales fueron incinerados el mismo día de su muerte.
Fue para mí un privilegio haber estado estrechamente relacionado con K desde mi adolescencia. En nuestros numerosos encuentros a lo largo de treinta años no se cansó nunca de corregirme. Tenía una paciencia infinita. A veces no resultaba fácil estar a su lado porque te llamaba la atención por no permanecer vigilante. Ya no contamos con el estímulo de su presencia. Pero si estamos realmente ateneos a nuestros pensamientos y a nuestros sentimientos, si tomamos verdadera conciencia, esa vigilancia por sí sola será el factor del despertar, la luz, la llama que quemará la escoria del error. Si se consigue esa vigilancia eterna, quizás la muerte de K no resulte tan catastrófica como parece.
La pérdida de nuestro amado Krishnaji ha sido motivo de gran tristeza. Para aquellos de nosotros que lo conocimos bien durante muchos años fue un duro golpe. Su presencia física ya no existe pero su mensaje inmortal será atesorado para siempre.
Cuando K murió algunos lloraron. Nos sentimos tristes porque nos abandonó, ¿pero estaba él triste por abandonarnos? Nosotros le teníamos mucho apego, ¿pero nos tenía él apego? ¿Le tenía apego a su reputación, a sus libros o a las fundaciones, indignas de llevar su nombre? Él no sentía apego por ninguna de estas cosas y, en ese sentido, era un ser único con un espíritu puro y libre de ataduras.
No construyamos organizaciones ni templos en torno a su nombre, porque a lo largo de los años una de las cosas que denunció con mayor vehemencia fueron las religiones organizadas, sobre todo aquellas con intereses económicos. Ahora que el gran sabio nos ha abandonado, ¿qué debemos hacer para mantener viva la llama de su mensaje?
Creo que lo mejor que puede hacer quien esté verdaderamente interesado en lo que dijo K es leer una y otra vez sus muchos libros. Afortunadamente, existen muchos casetes y vídeos de sus charlas y entrevistas que permitirán a las generaciones futuras conocer a K como si siguiera vivo.
En cierta ocasión, K describió el escepticismo como un aceite precioso: quema pero también cura. K quería que nos lo cuestionásemos todo, incluso nuestras propias afirmaciones. Si lo cuestionamos todo y destruimos las barreras psicológicas, entonces tal vez se produzca el milagro de la transformación.
Susanaga Weeraperuma
KRISHNAMURTI TAL COMO LE CONOCÍ
Traducción de Celia Filipetto
Verdaguer, 1 08786 Capellades (Barcelona)
La salud de K se fue deteriorando visiblemente en los últimos diez años de su vida. Su constitución delicada fue debilitándose cada vez más y las arrugas y canas plateadas aumentaban su aspecto venerable. Daba la impresión de que su estatura disminuía. Perdía peso y con frecuencia parecía piel y huesos. Algunas veces K parecía un yogui devanado que hubiera pasado mucho tiempo sometido a austeridades en las orillas del Ganges. Sus largas manos delgadas se agitaban con frecuencia en rápidos movimientos y las bolsas debajo de los ojos indicaban su cansancio. Después de hablar en público o de dar largos paseos se sentía fatigado. Cada vez necesitaba descansar más. Cuando le preguntaba por su salud, K me contestaba: «Supongo que estoy bien». ¿Pero de veras se encontraba bien?
Era evidente que K ya no soportaba el esfuerzo que suponían sus horarios apretados. Poco después de que cumpliera los ochenta años, escribí a uno de sus médicos y a varios miembros de la Fundación Krishnamurti. Les pedí que tomaran ciertas medidas. ¿No sería más conveniente para la salud de K que lo convencieran de que debía permanecer en un solo lugar, con preferencia en su casa de Ojai, en lugar de someterlo a los largos vuelos intercontinentales para dar sus conferencias? ¿No se podían distribuir en todo el mundo los vídeos de sus discursos de Ojai?
Los destinatarios de mis cartas hicieron caso omiso a mis sugerencias. Tuvieron la desfachatez de decirme que me metiera en mis asuntos. También me hicieron notar que K decidía por sí mismo. Me negué a creer lo que me decían porque K se dejaba influir por los puntos de vista de los miembros de la Fundación en lo relativo a sus programas futuros.
En 1980 K y yo hablamos de su salud. Le comenté que ciertos que cuidaban mucho de sus cuerpos lograban llegar a los ciento veinte años. Le regalé un libro científico sobre la longevidad. K me dijo confiado: «Este cuerpo mío tal vez aguante otros doce años». ¿Entonces por qué exhaló su último suspiro en 1986 en lugar de 1992? Ojalá conociera los verdaderos motivos que precipitaron el desenlace. Probablemente K habría vivido más si hubiese descansado como era debido porque incluso en los últimos años de su vida seguía trabajando mucho.
Durante mi escancia en Bombay en enero de 1986, me enteré de que K se moría de cáncer. Según las noticias provenientes de los Estados Unidos, sus días estaban contados. Saberlo me causó enorme pesar. En realidad, no era una sorpresa; un año y medio antes de su muerte había tenido la premonición de que su vida tocaría pronto a su fin. Además, el señor S. Dikshit, que es un buen estudiante de astrología, había predicho que era improbable que K pasara del mes de febrero de 1986. ¡Qué acercada resultaría su predicción! El señor Dikshit, que había hecho la carea astral de K hacía muchos años, me aconsejó que aceptara con filosofía la inevitabilidad de la muerte. Nada es permanente y hasta el sol se apagará algún día. Por suerte, en mi trabajo de Australia me habían dado un permiso de seis meses con lo que pude asistir a las últimas conferencias de K.
Sheila Ganatra, una amiga de años, quiso regalarme un billete de ida y vuelta a los Estados Unidos. Insistió en que permaneciera al lado de K en la fase terminal de su enfermedad. Aunque su idea me atraía, tuve que rechazar su generosa oferta. Mi intuición me decía que en esas circunstancias K preferiría estar solo. No me equivoqué; varias personas que estaban en Arya Vihar, en Ojai, me informaron que K no dejaba de pedir que ciertos visitantes se marcharan. Al parecer, deseaba que no lo molestaran en su lecho de muerte.
El 31 de enero de 1986, hablé en el Forum de Oradores de Bombay. El tema de mi charla fue «Las enseñanzas de J. Krishnamurti para la explosión y transformación de la humanidad». He aquí unos extractos de ese discurso:
«La tristeza nos embarga en estos instantes en que nuestros pensamientos se centran en la terrible enfermedad de Krishnaji. Krishnaji ha llevado una vida sana y pura. ¿Por qué entonces ha enfermado de cáncer? No es la primera vez en la historia que un santo sufre dolor físico y muere. No olvidemos que otros dos sabios modernos, Sri Ramakrishna Paramahamsa y Rumana Maharshi, también fueron víctimas del cáncer. ¿Por qué la naturaleza es tan injusta que algunos de sus hijos más grandes y nobles tienen que partir de este modo? Es importante que nos formulemos estas preguntas aunque tal vez nunca logremos encontrar la respuesta correcta. Quizás existan ciertos misterios incomprensibles que siempre permanecerán fuera del alcance de nuestro espíritu finito.
»Según una escuela de pensamiento Sri Ramakrishna Paramahamsa y Sri Rumana Maharshi murieron de cáncer porque absorbieron el karma de algunos de sus discípulos. Esta teoría se basa en dos presupuestos cuestionables: primero, que el karma se transfiere de una persona a otra; segundo, que es posible alcanzar la liberación de forma indirecta. En otras palabras, que el hombre se puede salvar a través del sacrificio personal de un salvador. Estas teorías, incluida la creencia cristiana de que Jesús redimió al mundo a través de su crucifixión no son más que ilusiones.
»A Krishnamurti se lo suele describir como un sabio indio. Pues bien, es indio en el sentido de que nació en la India. Hay ciertos aspectos de la cultura india que él ama y admira, en especial, la música clásica y el arte, así como la extraordinaria belleza del sánscrito. ¡Cómo le gusta cantar slokas! Pero en cierto modo cometemos una injusticia al decir que es un sabio indio. Krishnamurti no es un sabio cuya inspiración provenga de la antigua sabiduría de los vedas y los upanishads ni de ninguna otra escritura sagrada. Es preciso comprender que su realización del Absoluto se basa únicamente en la experiencia directa y personal. Como es lógico, se cuestiona la utilidad de los libros sagrados y rechaza toda autoridad espiritual y, en repetidas ocasiones se ha negado a que lo consideren un gurú. Ahora bien, tanto Sri Ramakrishna Paramahamsa como Sri Rumana Maharshi eran muy versados en las escrituras hindúes. Pero Krishnamurti se diferencia de ellos en el sentido de que cuando elucida sus enseñanzas apenas siente la necesidad de citar las escrituras.
»En la galaxia de maestros iluminados, Krishnamurti es, sin duda, un fenómeno. Es preciso explicar su singularidad entre los filósofos religiosos. Mahavira se pasó doce largos años para prepararse y purificarse, se sometió a privaciones y practicó varias sadhanas antes de alcanzar el nirvana o conocimiento absoluto. Si consideramos la vida de Buda, en los seis años que precedieron a la gran metamorfosis del nirvana que llevaron a la disolución del yo y, por tanto, a la extinción de la pena, tuvo que sondear a fondo su espíritu y meditar intensamente. En tiempos recientes, en su búsqueda espiritual, Rumana Maharshi tuvo que pasar un número considerable de años como ermitaño en cuevas y templos. Esa búsqueda espiritual se caracterizó por una concentración total en el Yo que se volvió indiferente a las penurias y dolores físicos. Es realmente notable el hecho de que Krishnamurti nunca tuvo que practicar sadhanas ni someterse a privaciones, ni tuvo que seguir ningún método tradicional para alcanzar la libertad espiritual. Las pruebas disponibles sugieren que la otredad inefable había sostenido a Krishnamurti desde los inicios de su vida. Se desconoce la fecha exacta en la que recibió la bendición de la otredad. Sin embargo, no me cabe la menor duda de que la otredad ya estaba allí, quizás en estado latente, cuando el obispo C.W. Leadbeater, con su notable clarividencia, descubrió que el niño Krishnamurti poseía un aura despojada de egoísmos. Lo extraordinario de Krishnamurti radica precisamente en esa pureza precoz. Al hacerse mayor, esa otredad se desplegó en el sentido de que su existencia se tornó más clara y más conocida. He aquí un ser puro, una persona afortunada que no tuvo que abordar el problema de limpiar su mente de impurezas. Aquellos de nosotros que observamos de cerca a Krishnamurti siempre fuimos conscientes de su absoluta pureza. Un día, por ejemplo, me hablaba del cáncer del odio y de las divisiones de la sociedad que provoca la envidia. De pronto me dijo: “En mi vida nunca he sentido envidia por nadie”. Tampoco albergaba ningún resentimiento contra aquellos a los que no gustaban sus enseñanzas».
El 17 de febrero de 1986 me llegó un telegrama del extranjero en el que se me informaba que K había muerto en Ojai. Fue el día más negro de mi vida. Sentí como si hubiera muerto y desaparecido una parte importante de mí; fue como si de repente me hubieran quitado los cimientos. Una parte irracional de mi espíritu dolorido me seguía diciendo que K seguía vivo en algún reino celestial desconocido. Es tal la tozudez del espíritu que se niega a resignarse al carácter definitivo de la muerte. Sigo llorando la muerte de este devoto amigo. Mi pérdida personal no es nada comparada con los miles de personas de este mundo que lo echarán de menos. Se ha apagado la estrella más brillante del firmamento espiritual y me pregunto si el mundo volverá a tener a alguien como K.
Fue K quien me sugirió que escribiera mis ideas y sentimientos cuando me encontrara en las garras de una crisis emocional. «Ayuda a poner la mente en orden», me aseguró. He aquí algunas de las cosas que escribí el día de su muerte:
Los individuos liberados quizás no consideren que morir es una dura prueba. Tal vez vean la muerte como una liberación esperada de la «última prisión»: el cuerpo.
K no quería que su muerte fuera considerada como un acontecimiento importante. Por eso había pedido que no se hicieran ceremonias fúnebres. Siguiendo sus deseos, sus restos mortales fueron incinerados el mismo día de su muerte.
Fue para mí un privilegio haber estado estrechamente relacionado con K desde mi adolescencia. En nuestros numerosos encuentros a lo largo de treinta años no se cansó nunca de corregirme. Tenía una paciencia infinita. A veces no resultaba fácil estar a su lado porque te llamaba la atención por no permanecer vigilante. Ya no contamos con el estímulo de su presencia. Pero si estamos realmente ateneos a nuestros pensamientos y a nuestros sentimientos, si tomamos verdadera conciencia, esa vigilancia por sí sola será el factor del despertar, la luz, la llama que quemará la escoria del error. Si se consigue esa vigilancia eterna, quizás la muerte de K no resulte tan catastrófica como parece.
La pérdida de nuestro amado Krishnaji ha sido motivo de gran tristeza. Para aquellos de nosotros que lo conocimos bien durante muchos años fue un duro golpe. Su presencia física ya no existe pero su mensaje inmortal será atesorado para siempre.
Cuando K murió algunos lloraron. Nos sentimos tristes porque nos abandonó, ¿pero estaba él triste por abandonarnos? Nosotros le teníamos mucho apego, ¿pero nos tenía él apego? ¿Le tenía apego a su reputación, a sus libros o a las fundaciones, indignas de llevar su nombre? Él no sentía apego por ninguna de estas cosas y, en ese sentido, era un ser único con un espíritu puro y libre de ataduras.
No construyamos organizaciones ni templos en torno a su nombre, porque a lo largo de los años una de las cosas que denunció con mayor vehemencia fueron las religiones organizadas, sobre todo aquellas con intereses económicos. Ahora que el gran sabio nos ha abandonado, ¿qué debemos hacer para mantener viva la llama de su mensaje?
Creo que lo mejor que puede hacer quien esté verdaderamente interesado en lo que dijo K es leer una y otra vez sus muchos libros. Afortunadamente, existen muchos casetes y vídeos de sus charlas y entrevistas que permitirán a las generaciones futuras conocer a K como si siguiera vivo.
En cierta ocasión, K describió el escepticismo como un aceite precioso: quema pero también cura. K quería que nos lo cuestionásemos todo, incluso nuestras propias afirmaciones. Si lo cuestionamos todo y destruimos las barreras psicológicas, entonces tal vez se produzca el milagro de la transformación.
Susanaga Weeraperuma
KRISHNAMURTI TAL COMO LE CONOCÍ
Traducción de Celia Filipetto
Verdaguer, 1 08786 Capellades (Barcelona)
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