domingo, 21 de enero de 2007

Jiddu Krishnamurti y El Bien.

En la tercera semana de enero de 1982, Krishnaji se encontraba en Bombay, hospedándose en los Sterling Apartments. Después de la plática dominical del 24 de enero, Krishnaji, Nandini y yo estábamos cenando. Discutíamos sobre el cáncer, y dije que si éste no estuviera en su estado inicial, yo no permitiría que mi cuerpo fuera destruido por las nuevas terapias y me prepararía a morir. K dijo que en Occidente se había constituido una sociedad donde la gente reclamaba el derecho a morir. Habían editado un manual que ofrecía detalles de la forma más fácil de morir. Prescribía la toma de píldoras somníferas, una gran dosis; después la colocación de una bolsa plástica sobre la cabeza con una faja de goma alrededor del cuello; la persona podía, levantar la faja y dejar entrar el aire si se sofocaba. Si se quedaba dormida, la mano caería y a la mañana siguiente la persona estaría muerta. Nandini escuchó esto y en su rostro apareció una expresión de intenso miedo. “¡No, no!” dijo inconscientemente. La miré y le pregunté por qué reaccionaba así. ¿Es que alguna vez había pensado en suicidarse? Titubeó, se esforzó, hizo una pausa y dijo: “Una vez”. Y agregó: “Mientras K hablaba, sentí la sofocación”.

Discutimos el miedo y su naturaleza. Le pregunté a Krishnaji si alguna vez había conocido el miedo. Hizo una pausa, reflexionó. “Muchas cosas pueden ocurrir en la noche; la oscuridad invita a muchas cosas”. En su vida no había conocido el miedo, pero el mal existía. El mal tenía una presencia, y siempre estaba aguardando una grieta por la cual poder entrar.

Dijo: “El miedo atrae el mal. Hablar acerca del mal es atraerlo”. Súbitamente, Krishnaji se tornó extraño y muy distante. Atrajo los brazos hacia el cuerpo mientras éste se contraía dentro del menor espacio posible. Después preguntó: “¿Lo sienten en la habitación?” Su rostro había cambiado. La habitación estaba cargada con poder. Entonces K dijo: “Antes de que vayamos a dormir, tendré que disiparlo, proteger este lugar”. No explicó qué haría, pero algo tenía que hacerse. Poco después se levantó y caminó en torno deambulando por las habitaciones. Devi y Ghanshyam, los hijos de Nandini, habían llegado a la casa. Percibieron algo y no entraron en la habitación donde nos encontrábamos. Poco más tarde, Krishnaji regresó al comedor. Estaba sereno, su rostro lucía hermoso, sus ojos límpidos. La atmósfera había cambiado totalmente. Cualquier cosa que hubiera estado ahí, había sido totalmente eliminada.

A través de los años, Nandini y yo habíamos hablado frecuentemente sobre la actitud de Krishnaji hacia el bien y el mal. El nos había dicho: “El mal es un hecho. Déjenlo en paz. Nuestra mente no debe jugar con el mal. Pensar acerca de él es invitarlo. El odio, los celos, atraen el mal. Por eso es importante para el cuerpo y la mente estar quietos y en silencio y no permitir que surjan ninguna clase de emociones fuertes sin vigilarlas implacablemente. El deterioro camina a un paso detrás de nosotros no importa quién sea uno”. Pasando los años, yo había notado que cuando entre las personas que le rodeaban empezaban a jugar emociones fuertes, o cuando surgía alguna pregunta relativa al mal, su voz cambiaba, sus ojos se retraían, solía contraer el cuerpo, y la atmósfera se congestionaba para disiparse unos momentos después.

Para él, así como existía un depósito del bien, también había tinieblas que acechaban. Ambas cosas no estaban relacionadas entre sí. El mal esperaba un apoyo para entrar; de ahí la necesidad de la atenta vigilancia. “¿Han observado ustedes un gato que vigila el agujero donde se ha ocultado un ratón? Vigilen de ese modo cualquier sentimiento fuerte sin apartar los ojos”, decía.


Biografía de J. Krishnamurti.
Pupul Jayakar. Editorial Kier.

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