jueves, 14 de diciembre de 2006

Jiddu Krishnamurti y el Canto.

Krishnamurti se encontraba en Ojai cuando estalló la Segunda Guerra Mundial en Europa. Por casi ocho años vivió en Ojai en un relativo aislamiento. La guerra restringió sus movimientos, y ya no fue posible que siguiera viajando. Había sido citado por la Junta de Reclutamiento de los Estados Unidos, y tuyo que dar explicaciones detalladas de por qué no podía combatir y unirse al ejército. La Junta sugirió que regresara a la India. El estuvo de acuerdo y pidió que lo enviaran de regreso, pero no había transportes. De modo que le dejaron quedarse, pero se le prohibió ofrecer pláticas y tenía que presentarse regularmente a la policía.

Al cabo de un tiempo, Krishnamurti habría de referirse a estos años olvidados en Ojai. Él apreciaba sus paseos en el silencio de las montañas que rodean el Valle de Ojai. Caminaba “enormemente” por millas inacabables, pasando días enteros en la soledad, olvidado de la comida, escuchando y observando, sondeando el mundo interior y el que le rodeaba. Narró episodios de encuentros con osos salvajes y serpientes de cascabel que él enfrentaba sin movimiento alguno del cuerpo y de la mente. La bestia salvaje solía detenerse, con sus cautelosos y vigilantes ojos enfrentándose por varios minutos a los quietos ojos de K; el animal, percibiendo una total ausencia de temor, daba la vuelta y se alejaba.

La mente observadora de Krishnamurti, libre de cualquier tendencia o presión interna, florecía; y con ello una elemental percepción, una conciencia mente-cuerpo a través de la cual el suelo, las rocas, los árboles, las tiernas hojas, los insectos, los reptiles, los pájaros, los animales comunicaban la historia de la tierra y el misterio de un insondable abismo de tiempo. Él dijo: “Cuando paseo no pienso, no hay pensamiento. Sólo observo... Considero que mis paseos solitarios tienen que haber servido para algo”.

Krishnamurti se recordaba cuidando el jardín en Arya Vihar, cultivando rosas y vegetales, ordeñando vacas, lavando platos. Su intenso interés en las cosas mecánicas, que él había desarrollado desde la niñez, habría de continuar; disfrutaba desarmando relojes y motores de automóviles para entender su funcionamiento, y armándolos después nuevamente. Algunos de sus amigos le habían obsequiado un automóvil. La gasolina era escasa, pero toda vez que podía, Krishnamurti gozaba manejando a una velocidad tremenda por los caminos del valle llenos de curvas.

Informaciones de la guerra y de la devastación ocasionada por las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, lo llenaron de un horror inexpresable, pero despertaron intensas percepciones sobre la naturaleza de la violencia y el mal. Esto se hizo especialmente vívido para él un día en que llegó hasta las proximidades de Santa Bárbara. Se le acercó una mujer ofreciéndole recuerdos del Japón. Krishnamurti rehusó, pero ella insistió mostrándole lo que llevaba en su caja la abrió poniendo al descubierto una oreja y una nariz humana disecadas­.

Miss Muriel Payne, que afirmaba haber cuidado a Krishnamurti en Ojai cuando estuvo muy enfermo, me contó que la respuesta de él a la devastación y crueldad de la guerra, había sido traumática. Preguntaba repetidamente: “¿Para qué sirve lo que hablo?” Y buscaba refugio en la soledad de las montañas, con los árboles y los animales. Pasó varias semanas sólo, en una choza en Wrightwood, en las montañas de San Gabriel cerca de Los Angeles, y en Sequoia, más al norte. Se había dejado crecer la barba.

Krishnaji rememoraba la rutina de su vida en la escasamente amueblada cabaña en medio del bosque. Solía despertarse temprano en la mañana, daba un largo paseo, se preparaba el desayuno, lavaba los platos y aseaba la casa, y por una hora todos los días meditaba escuchando la Novena Sinfonía de Beethoven (la única grabación que pudo conseguir). No había libros. Por las tardes cantaba himnos en sánscrito que recordaba de su temprana infancia. El favorito era uno dedicado a Daksinamunti-Shiva como el gurú supremo. El sonido del sánscrito surgía desde las profundidades de su vientre; era un sonido virgen que llenaba los bosques y que escuchaban los pinos y las antiguas secoyas, el zorrillo, el oso y la serpiente de cascabel. Una araña compartía la choza con él. Todas las mañanas Krishnamurti deshacía la telaraña, en la que estaban atrapadas moscas y otros insectos. Recogiendo cuidadosamente a la araña la colocaba fuera de la choza, pero cada mañana aquella había regresado y estaba otra vez hilando su tela4. Un verso de los Upanishads, aprendido en la niñez, puede haber acudido a su mente: “Como una araña emerge desde sus propios hilos/ así también desde este ser toda vida alienta/ y todos los mundos, todos los dioses y todas las criaturas contingentes/ surgen y se expanden en todas las direcciones”.

Por días continuó el ritual entre la araña y Krishnamurti, una comunicación sin palabras; entonces un día Krishnamurti le dijo a la araña: “Paz, compartamos la choza”.
Biografía de J. Krishnamurti. Pupul Jayakar. Editorial Kier.
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Año 1949. India.
Sin embargo, la intensidad y luminosidad de Krishnamurti conmovieron fuentes profundas. El Instructor llegó a ellas con una llama apasionada. Krishnamurti sonreía, y Rao sonreía con él. Las lágrimas brotaron de los ojos de Rao, porque el bhakti (Bhakti: Un credo basado en la devoción a Krishna) que también era parte del carácter distintivo de los naturales de Maharashtra, se había despertado. Rao Sahib, con el amor que lo desbordaba y las palmas de las manos unidas, diría: “Señor, había en Maharashtra un poeta, Saint Tukaram, que dijo: ‘Cuando vithal (Otro nombre para Krishna, el divino pastor de vacas.) entra en el hogar de un padre de familia, toda tranquilidad se hace añicos’”. En los atardeceres, Rao y Achyut cantaban los ‘Abhangas’ de Tukaram. El ‘Adi Beja Ekle’ era el favorito de Rao. Tenía una voz profunda, cargada de emoción. En otras ocasiones se unían a Krishnamurti para cantar el ‘Purusha Shukra’ del Rig Veda. Se sentaban con la espalda erecta, y los agudos ‘staccatos’ del sánscrito reverberaban y llenaban ojos y oídos. Las vocales eran fuertes y resonantes, con cada sonido pronunciado muy claramente. Los cantos védicos se entrelazaban con el fuego y con los vientos en el corazón y en la respiración del cantor y del oyente. Nos reuníamos y escuchábamos, aun los pocos que éramos ‑mi hija Radhika de diez años, y mi sobrino Asit, de nueve­. Con los ojos muy abiertos, ellos se sentían arrebatados por la deslumbrante presencia de Krishnamurti, un hombre inflamado de intensidad. La belleza del sonido, de la forma, lo iluminaba todo. Cada poro del cuerpo respondía. Fueron momentos hechizados los de entonces.

Biografía de J. Krishnamurti. Pupul Jayakar. Editorial Kier.


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