martes, 19 de diciembre de 2006

Jiddu Krishnamurti y Carlo Suares.

UNA ENTREVISTA CON KRISHNAMURTI

La importante revista francesa PLANETE (número 14, enero/febrero de 1904) publicó un diálogo de enorme interés para toda persona a quien preocupen los problemas fundamenta­les de la existencia humana. El diálogo, considerado por PLANETE como “un documento excepcional”, ocurrió entre el periodista y escritor francés de gran renombre Carlo Suares y J. Krishnamurti, figura de singular trascen­dencia en el pensamiento de nuestra época.

He aquí el texto de la entrevista:

KRISHNAMURTI: ¿Qué desean de mí sus amigos de PLANETE? ¿Quieres hechos reales o simplemente erudición? ¿Piensan que yo les daré resultados de lecturas? ¿Conclusiones? ¿Opiniones? ¿Síntesis? ¿Ideas?

SUARES: No es eso lo que ellos quieren.

K.—Dígales que yo no he leído nada que no poseo referencias. Para mí la única muta­ción psicológica es aquella en que cesa el proceso acumulativo.

S.—Acaba usted de pronunciar la palabra “mutación”. Es una palabra que se encuentra a menudo en esta revista, pero acompañada, en general, de la idea de que la metamorfosis de este mundo moderno puede llevarnos, como por un proceso natural, a un cambio de esta­do íntimo, mientras que lo que usted quiere es una revolución total e inmediata de la concien­cia, revolución que ninguna evolución puede provocar.

K.—Todos sabemos que nuestra época es explosiva, que los medios con que cuenta el hombre, que han permanecido más o menos constantes durante milenios, se han multiplicado súbitamente millones de veces; que los calculadores electrónicos, para no mencionar más que eso, se vuelven de hora en hora más fantásticos; que el hombre ha ido a la luna e ira a otros mundos; que la biología está a punto de descubrir el misterio de la vida y hasta crear la vida. Nosotros sabemos que los datos mejor establecidos de la ciencia se desmoronan; que todo está siendo constantemen­te puesto en tela de juicio, y que los cerebros se ven compelidos y forzados a ponerse en movimiento. Todo eso lo sabemos; no es pues necesario insistir sobre este aspecto de nuestra época. En la actual confusión, el hombre anda en busca de una seguridad material que no puede encontrarse sino por medio de los conocimientos tecnológicos. Las religiones se han convertido en superestructuras que práctica­mente no tienen importancia real en los asun­tos del mundo, mientras los problemas funda­mentales quedan sin respuesta: el Tiempo, el Dolor, el Miedo...

Mutaciones, Religiones, Temor...

S.—Aquí es donde podemos iniciar una dis­cusión. Yo creo que muchos lectores de PLA­NETE le dirán esto, puesto que también ellos están de acuerdo en comprobar que el medio ambiente está en pleno desorden y confusión: ¿Por qué, entonces, no pensar que este formi­dable movimiento no se producirá al mismo tiempo en nuestros cerebros!

K.—Efectivamente, podemos pensarlo. ¿Pe­ro acaso es eso lo que puede llamarse una “mutación”? ¿Tener un cerebro electrónico? El cerebro no es toda la conciencia.

S.—No se trata del cerebro. Nuestra conci­encia se ensancha a la medida de nuestro planeta, y lo que ocurre en el otro extremo del mundo...

K.—Sí, he comprendido...

S.—Los monjes budistas que se hacen que­mar vivos, los negros de Norteamérica...

K.—Por cierto, ellos forman parte de nos­otros, y la espantosa miseria en el Asia, y to­das las tiranías en todas partes, y la crueldad, y la ambición, y la codicia, y los innumerables conflictos del mundo; todo eso nosotros lo sen­timos. Tenga usted esto totalmente presente en su mente, y vea a qué extraordinaria hon­dura debe efectuarse la mutación.

S.—Hay en este momento, en Francia, una corriente de pensamiento que al comprobar que la complejidad del medio ambiente humano se ha vuelto inextricable, desearía que pueda cons­tituirse un pensamiento humano colectivo, ca­paz de reunir en una síntesis los hilos dispersos de nuestros conocimientos.

K.—¿Qué otras cuestiones interesan a us­ted?

S.—La cuestión religiosa, naturalmente. Puede preverse una religión del porvenir, ba­sada en un mejor conocimiento del Cosmos y en el sentimiento de que el hombre forma parte del Cosmos?

K.—¿Y qué más?

S.—Se me ha encargado que le pregunte lo que usted piensa del hecho de que en el tras­fondo del hombre moderno, joven o viejo, está el miedo...

K.—Ya veo. Si le parece bien, vanos a ini­ciar nuestra tarea... ¿Pero está usted seguro que PLANETE aceptará publicar todo lo que yo diré?

S.—Tengo de ella una promesa garantiza­da. Puede usted, en una frase, darme lo esen­cial de lo que se propone hacer?

K.—“Descondicionar” la totalidad de la conciencia.

S.—¿Quiere usted decir que pide a cada cual que “descondicione” la totalidad absoluta de su propia conciencia? Permítame decirle que lo que más desconcierta en la enseñanza de usted, es su reiterada afirmación de que ese “descondicionamiento” total no requiere tiem­po alguno.

La mutación psicológica no es lo que usted cree

K.—Sí se tratase de un proceso evolutivo, yo no lo llamarla mutación. Una mutación es un cambio brusco de estado.

S.—Yo no imagino que un “mutante”, es decir, un hombre que está cambiando de estado de conciencia, pueda no llevarse con él la resultante de todo el pasado. El hombre modifica el medio y el medio modifica al hom­bre. . .

K.—No: el hombre modifica el medio, y el medio modifica tal o cual parte del hombre que está prendida como una rama a la modi­ficación del medio, no al hombre en su totali­dad, en su profundidad extrema. Ninguna pre­sión exterior puede efectuar tal cosa: ella sólo modifica las partes superficiales de la concien­cia. Ningún análisis psicológico puede tampoco provocar la mutación, puesto que todo análisis se sitúa en el campo de la duración. Y ningu­na experiencia puede tampoco provocar la mu­tación por más exaltada y “espiritual” que sea. Por el contrario cuanto más una experien­cia aparezca como una revelación, más ella condiciona. En los dos primeros casos ‑modi­ficación psicológica producida por el análisis o 1a introspección, y modificación producida por una presión exterior‑ el individuo no sufre transformación profunda alguna: sólo se ve modificado, reformado, reajustado, para poder adaptarse a lo social. En el tercer caso: modificación traída por una experiencia llamada espiritual, sea conforme a una fe organizada, sea puramente personal, el individuo se ve pro­yectado en la evasión que le dicta la autoridad de algún símbolo.

En todos los casos hay acción de una fuer­za compulsiva que se apoya en una moral so­cial, es decir, un estado de contradicción y de conflictos. Toda sociedad es contradictoria en sí. Toda sociedad exige esfuerzos de parte de quienes la constituyen. Ahora bien: contradic­ción, conflicto, esfuerzo, competición, son ba­rreras que impiden toda mutación, porque mutación significa libertad.


S.—¿De ahí surgen las evasiones en los símbolos?

K—Sólo en las partes inexploradas de la conciencia existen imágenes simbólicas. Las mismas palabras no son más que símbolos, hay que hacer estallar las palabras.

S.—¿Pero, las teologías?

K.—Dejémoslas tranquilas. Todo pensa­miento teológico carece de madurez. No perda­mos el hilo de nuestra conversación. Estába­mos en la experiencia, y decíamos que toda experiencia es condicionante. En efecto, toda experiencia vivida ‑y no sólo hablo de aque­llas que se llaman “espirituales”‑ tiene nece­sariamente sus raíces en el pasado. Que se trate de la realidad o de mi vecino, lo que yo reconozco implica una asociación con algo del pa­sado. Una experiencia llamada espiritual es la respuesta del pasado a mi angustia, a mi dolor, a mi temor, a mi esperanza. Esta respuesta es la proyección que ocurre para compensar un estado miserable. Mi conciencia proyecta lo contrario de lo que ella es, porque yo estoy per­suadido de que ese contrario, exaltado y dicho­so, es una realidad consoladora. De tal suerte, mi fe católica o budista construye y proyecta la imagen de la Virgen o del Buda, y esas fa­bricaciones despiertan una emoción intensa en esas mismas capas inexploradas de la concien­cia que habiéndolas fabricado sin saberlo, las confunde con la realidad. Los símbolos, o las palabras, se vuelven más importantes que la realidad. Se instalan en calidad de memoria en una conciencia que dice: “Yo sé, puesto que he tenido una experiencia espiritual”. Entonces las palabras y el condicionamiento se vitalizan mutuamente en el círculo vicioso de un cir­cuito cerrado.

S.—¿Un fenómeno de inducción?

K.—Sí. El recuerdo de la emoción intensa, del choque, del éxtasis, engendra una aspira­ción hacia la repetición de la experiencia, y el símbolo se convierte en la suprema autoridad interior, en el ideal hacia el cual tienden todos los esfuerzos. Captar la visión llega a ser un propósito; pensar en ella sin cesar y discipli­narse, un medio. Pero el pensamiento es aque­llo mismo que crea una distancia entre el indi­viduo tal como él es, y el símbolo o el ideal. No puede haber mutación posible sin morir pa­ra esa distancia. La mutación sólo es posible cuando toda experiencia cesa totalmente. El hombre que ya no vive ninguna experiencia es un hombre despierto. Pero vea usted lo que pasa en todas partes: se buscan siempre experiencias más profundas y más vastas. El hom­bre está persuadido de que vivir experiencias es vivir realmente. De hecho, lo que se vive no es la realidad sino el símbolo, el concepto, el ideal, la palabra. Vivimos de palabras. Si la vida llamada espiritual es un perpetuo conflicto, es porque en ella formulamos la pretensión de ali­mentarnos de conceptos, como si, teniendo hambre, pudiéramos alimentarnos con la pala­bra “pan”. Vivimos de palabras y no de hechos. En todos los fenómenos de la vida, ya se trate de la vida espiritual, de la vida sexual, de la organización material de nuestros nego­cios o de nuestros ocios, nos estimulamos por medio de palabras. Las palabras se organizan en ideas, en pensamientos, y sobre la base de esos estímulos, creemos vivir tanto más intensamente cuando mejor hayamos sabido, gracias a ellas, crear distancias entre la realidad (nos­otros, tales como somos) y un ideal (la proyección de lo contrario de lo que somos). De tal manera le volvemos la espalda a la mutación.

Hay que morir para el Tiempo, para los Sistemas, para las Palabras

S.—Recapitulemos. Mientras exista en la conciencia un conflicto, sea el que fuere, no hay mutación. Mientras domine nuestros pen­samientos la autoridad de la Iglesia o del Estado, no hay mutación. Mientras nuestra experiencia personal se erija en autoridad in­terior, no hay mutación. Mientras la educación, el medio social, la tradición, la cultura, nuestra civilización, en suma, con todos sus rodajes, nos condicione, no hay mutación. Mientras haya adaptación, no hay mutación. Mientras haya evasión, de cualquier naturaleza que sea, no hay mutación. Mientras yo procure alcanzar altas virtudes de asceta, mientras yo crea en una revelación, mientras yo tenga un ideal cualquiera, no hay mutación. Mientras yo procure conocerme analizándome psicológicamente, no hay mutación. Mientras haya un esfuerzo en pos de una mutación, no hay mutación. Mientras haya una imagen, un símbolo, ideas, o siguiera palabras, no hay mutación. ¿He di­cho bastante? No. Puesto que, llegado a este punto, sólo puedo verme obligado a agregar: mientras haya pensamiento, no hay mutación.

K.—Es exacto.

S.—¿Qué es entonces esa mutación de la que usted habla en todo momento?

K.—Es una explosión total en el interior de las capas inexploradas de la conciencia, una explosión en el germen, o si le parece bien, en la raíz del condicionamiento, una destrucción de la duración.

S.—Pero la vida misma es condicionamien­to. ¿Cómo es posible destruir la duración y no destruir la vida misma?

K.—¿Quiere usted realmente saberlo?

S.—Sí.

K.—Muera usted para la Duración. Muera para el concepto total del Tiempo: Para el pasado, para el presente y para el futuro. Mue­ra para los sistemas, muera para los símbolos, muera para las palabras, porque todo eso son factores de descomposición. Muera para el psi­quismo, pues él es el que fabrica el Tiempo psicológico. Ese Tiempo carece totalmente de realidad.

S.—Y entonces, ¿qué es lo que queda si no es la desesperanza, la angustia, el miedo de una conciencia que ha perdido todo punto de apoyo y hasta la noción de su propia identidad?

K.—Si un hombre me hiciese esta pregun­ta de tal manera, yo le respondería que él no ha hecho el viaje, que ha tenido miedo de pasar a la otra orilla.

¿Qué es el miedo?

S.—Lo que usted dice da miedo. Yo me pregunto si la conciencia, en lo más profundo de sí misma, no tiene necesidad de este miedo. Eso explicaría por qué se lo mantiene constantemente, alimentado por las religiones, que se supone son refugios y tranquilizantes.

Ellas alimentan el miedo impidiendo que la conciencia se perciba tal como ella es. Ellas interponen, entre la conciencia y la realidad, la pantalla de las teologías.

K.—Este problema es a la vez profundo y vasto. Abordémoslo explorándolo, palpándolo, por así decirlo, por diversos lados. El miedo es Tiempo y Pensamiento. Le damos una continuidad al miedo por medio del pensamiento, y por medio del pensamiento le damos una continuidad al placer. Este hecho es sencillo: pensando en el objeto de nuestro placer, le otorgamos al placer una continuidad, y lo mis­mo hacemos con el miedo, pensando en el ob­jeto de nuestro temor. Si yo tengo miedo de usted ‑o de la muerte, o de alguna otra co­sa‑ yo pienso en usted o en la muerte y así alimento el miedo. Si, por el contrario, nos ocurre de encontrarnos cara a cara con el objeto de nuestro miedo, éste cesa

S.—¿Cómo es eso?

K.—Yo hablo del miedo psicológico, no de un miedo físico que uno trata de alejar, lo cual es natural. Considere usted el miedo a la muer­te. ¿En qué consiste ese miedo? Dividimos la totalidad del fenómeno vital en vida y muerte. La vida es conocida, y de la muerte nada se sabe. ¿Se tiene miedo de lo que no se conoce, o más bien se tiene miedo de perder lo que uno conoce? Es evidente que vida y muerte son dos aspectos del mismo fenómeno. Si dejamos de considerarlos como dos fenómenos diferentes, ya no hay más conflicto.

S.—¿No podríamos preguntarnos qué es el miedo en sí?

K.—No hay miedo en sí. Nunca hay miedo que no sea miedo de algo.

S.—¿Pero no existe acaso un miedo fun­damental?

El Problema de la Muerte

K.—No. El miedo es simple miedo de algo. Examine el asunto muy atentamente y verá que es así. Todo miedo, aun inconsciente, es el resultado de un pensamiento. El miedo que se halla presente en todas partes, y el miedo psicológico, en el interior del “yo”, son siempre el miedo de no ser. De no ser esto o aquello, o simplemente de no ser. La contradicción evi­dente en el hecho de que todo lo que existe es transitorio, y la búsqueda de una permanen­cia psicológica, tal es el origen del miedo. Para vernos libres del miedo, debemos explorar la idea de permanencia en su totalidad. El hombre que no tiene ilusiones no tiene miedo. Eso no quiere decir que sea cínico, amargado o indiferente.

S.—Eso significa que él ha visto que la estructura psicológica sobre la cual él apoya la noción de su propia identidad no es real, que ella es verbal.

K.—Henos aquí, pues, ante uno de los ma­yores problemas: la muerte. Para comprender esta cuestión, no verbalmente sino de un mo­do efectivo, quiero decir, para penetrar con realismo el hecho de la muerte, hay que desprenderse de todo concepto, de toda especula­ción, de toda creencia a su respecto, puesto que toda la idea que puede tenerse en este asunto está engendrada por el miedo. Si nosotros ‑us­ted y yo‑ somos sin miedo, podemos plantear correctamente el problema de la muerte. No nos preguntemos qué es lo que ocurre “des­pués”, sino que exploremos la muerte como un hecho en sí. Para comprender lo que es la muerte, toda mendicidad vacilante en las tinie­blas tiene que terminar. ¿Estamos nosotros, usted y yo, en esa disposición de espíritu que no procura saber lo que hay “después” de la muerte, sino que se pregunta qué es la muer­te? ¿Percibe usted la diferencia? Si uno se pregunta qué es lo que hay “después”, es por­que uno no se ha preguntado “qué es”. ¿Y estamos acaso en condiciones de hacernos esta pregunta? ¿Es posible realmente preguntarnos qué es la muerte mientras no nos preguntemos qué es la vida? Y ¿es acaso posible pregun­tarse qué es la vida teniendo nociones, ideas, teorías acerca de lo que ella es? ¿Cuál es la vida que conocemos? Nosotros conocemos la existencia de una conciencia que lucha sin cesar en toda clase de conflictos, íntimos y ex­ternos. Desgarrada entre sus contradicciones, esta existencia está contenida en el círculo de sus exigencias y de sus obligaciones, de los placeres que busca y de los sufrimientos de los que huye. Estamos enteramente absorbidos por un vacío interior que la acumulación de posesiones materiales y mentales no puede ja­más colmar. En tal estado, el problema de lo que es la muerte no puede plantearse, porque la cuestión de lo que es la vida no se plantea. ¿La existencia que conocemos es acaso la vi­da? Las explicaciones, asimismo: resurrección de los muertos, reencarnación, ¿provienen aca­so de un conocimiento de la muerte? Son me­ras proyecciones de ideas que nos forjamos acerca del fragmento de existencia que llama­mos “vida”. Morir para la estructura psicoló­gica con la cual nos identificamos; morir cada minuto, cada día, en cada acto que realizamos; morir para lo inmediato del placer y para la duración del dolor, y saber todo lo que está implícito en ese morir: es entonces cuando esta­mos en condiciones de formular la pregunta: ¿qué es la muerte?

No estamos discutiendo lo que es la muer­te del cuerpo. Y sin embargo, solamente aque­llos que saben morir de instante en instante pueden evitarse el iniciar con la muerte un diálogo imposible. En esta muerte perpetua hay una perpetua primavera, un frescor que no pertenece al mundo de la continuidad en la Duración. Este morir es creación, Creación es muerte y es amor.


Las Iglesias Nada Pueden

S.—Tengo algunas preguntas que hacerle acerca de la religión. Las más recientes de las grandes religiones han nacido realmente en épocas en que la tierra era un disco chato en que el sol recorría la bóveda celeste, etc. Hasta una época reciente (Galileo no está le­jos) ellas imponían por la violencia una serie de imágenes infantiles del Cosmos. Hoy, no pudiendo hacer otra cosa, colócanse a la par de la ciencia y se contentan con confesar que sus cosmogonías no son más que simbólicas. Pero ellas proclaman que, no obstante esta ca­pitulación, son depositarias de verdades eter­nas. ¿Qué piensa usted de esto?

K.—Las religiones realizan su propaganda con el fin de obtener un poder sobre las conciencias. Procuran apoderarse de la infancia para condicionarla mejor. Las religiones de las Iglesias y las de los Estados proclaman la necesidad de todas las virtudes, mientras su Historia no es sino una serie de violencias, de terrores, de torturas, de matanzas inimagi­nables.

S.—¿Pero no piensa usted que las Iglesias hoy en día son menos estrechamente militan­tes? ¿No vemos acaso a los jefes de las más grandes Iglesias declarar que la fraternidad humana es más importante que el detalle de los cultos?

K.—Si una declaración de fraternidad es más importante que el culto, es porque el culto ha perdido parte de su importancia a los pro­pios ojos de sus pontífices. Este pretendido universalismo es a lo sumo una simple tolerancia. Ser tolerante, es apenas tolerar al ve­cino bajo ciertas condiciones. Toda tolerancia, así como la no violencia, es violencia.

En verdad, en nuestra época la religión, a medida en que es comunión verdadera del hombre con Aquello que le excede, no desempeña ningún papel en la marcha de los asun­tos humanos. Las organizaciones religiosas, por el contrario, son instrumentos políticos y eco­nómicos.


S.—¿Pero esas organizaciones religiosas no pueden acaso guiar a los hombres hacia una realidad que está más allá de ellos mismos?

K.—No.

¿Qué es un Espíritu Libre?

S.—Pasemos pues al sentimiento religioso. El hombre moderno, que vive conscientemente en el universo de Einstein y no en el de Eucli­des, ¿no puede acaso comulgar mejor con la realidad del universo gracias a una conciencia avisada, dilatada de un modo adecuado?

K.—El que quiera dilatar su conciencia puede igualmente escoger, entre las psicodro­gas, la que más le convenga. En cuanto a comulgar mejor con el universo gracias a una acumulación de informaciones y de conocimien­tos científicos acerca del átomo o de las gala­xias, es como decir que una inmensa erudición libresca acerca del amor nos hace conocer el amor. Y, por otra parte, vuestro hombre ul­tramoderno, tan al corriente de los últimos descubrimientos científicos, ¿habrá por ello prendido fuego a su universo inconsciente? Mientras en él subsista una sola partícula inconsciente, proyectará una irrealidad de símbolos y de palabras por medio de la cual se forjará la ilusión de comulgar con algo supe­rior.

S.—¿No cree usted, sin embargo, que sea posible una religión del porvenir sobre bases científicas?

K.—¿Por qué hablar de religión del por­venir? Veamos, más bien, lo que es la verda­dera religión. Una religión organizada sólo puede producir reformas sociales, cambios superficiales. Toda organización religiosa se sitúa necesariamente en el interior de una estructura social. Yo hablo de una revolución religiosa que sólo puede producirse fuera de la estructura psicológica de una sociedad, cualquiera que ella sea. Un espíritu verdaderamente reli­gioso está desprovisto de todo miedo, porque está libre de todas las estructuras que las ci­vilizaciones han impuesto a lo largo de los mi­lenios. Un espíritu semejante está vacío, en el sentido de que se ha vaciado de todas las influencias del pasado, colectivo y personal así como de las presiones que ejerce la activi­dad del presente, la cual crea el futuro.

S.—Un espíritu así, por el hecho de que se ha vaciado de su contenido que en verdad lo contenía a él, es extraordinariamente li­bre...

K.—Es libre, está vivo y totalmente en silencio. Es el silencio lo que importa. Es un estado sin medida. Solamente entonces se pue­de ver, pero no en calidad de experiencia, Aquello que no tiene nombre, que está más allá del pensamiento, que es energía sin cau­sa. A falta de este silencio creador, hágase lo que se llaga, no habrá en la tierra fraternidad ni paz, es decir, no habrá verdadera religión.

S.—Todas las religiones preconizan alguna forma de plegaria, algún método de contem­plación a fin de entrar en comunión con una realidad superior, cuyo nombre, Dios, Atman, Cosmos, etc., varía. ¿Por cuál acto religioso procede usted? ¿Reza usted ocaso?

K.—La repetición de palabras santificantes calma una mente agitada adormeciéndola. La plegaria es un calmante que permite vivir en el interior de una prisión psicológica sin expe­rimentar la necesidad de destrozarla, de des­truirla. El mecanismo de la plegaria, como todos los mecanismos, produce resultados me­cánicos. No existe plegaria alguna que pueda traspasar la ignorancia de uno mismo. Toda plegaria dirigida a Aquello que es ilimitado presupone que un espíritu limitado sabe dón­de y cómo alcanzar lo ilimitado. Eso quiere decir que él tiene ideas, conceptos, creencias a ese respecto y que se halla atrapado en todo un sistema de explicaciones, en una prisión mental. Lejos de libertar, la plegaria aprisiona. Ahora bien, la libertad es la esencia misma de la religión, en el verdadero sentido de esta palabra. Esta libertad esencial se ve denegada por todas las organizaciones religiosas, a despecho de lo que ellas digan. Lejos de ser un estado de plegaria, el conocimiento de uno mis­mo es el comienzo de la meditación. No es ni una acumulación de conocimientos sobre la psi­cología, ni un estado de sumisión llamada reli­giosa, en la cual uno espera la gracia. Es lo que derriba las disciplinas impuestas por la Sociedad o la Iglesia. Es un estado de atención y no una concentración sobre nada en particular. Estando el cerebro tranquilo y silencioso, observa el mundo exterior y ya no proyecta ninguna imaginación ni ninguna ilusión. Para observar el movimiento de la vida, él es tan rápido como ella misma, activo y sin dirección. Es entonces solamente cuando lo inconmensura­ble, lo atemporal, lo infinito, puede surgir. Es eso la verdadera religión.

Lo que queda por despertar

S.—¿Cree usted que un pensamiento co­lectivo, que una inteligencia colectiva, habiendo registrado y sintetizado las adquisiciones re­cientes de todas las ciencias, si tal pensamiento pudiera constituirse, estaría en condiciones de guiar la Humanidad hacia una evolución sana?

K.—De la carreta de bueyes al cohete as­tronáutico, la progresión se ha debido a deter­minada parte del cerebro. Así, esta parte se desarrollará aún millones de veces, ella no ha­rá avanzar un solo paso el problema funda­mental que se plantea la conciencia humana a su propio respecto. Y esa parte se desarro­llará. Este proceso es irreversible y necesario. Pero existe otra parte del cerebro que no ha sido despertada y que podemos vitalizar des­de hoy mismo. Este despertar no es cuestión de tiempo. Es una explosión revolucionaria que, en la fuente de todas las cosas, surge e impide que se cristalice, que se endurezca, por los depósitos del pasado, una estructura psico­lógica. Esta lucidez aborda cada problema a medida que él se presenta, y la importancia del problema se vuelve secundaria. La libertad y la pan sólo podrán instaurarse en el mundo si ese surgir, que es energía sin causa, ni in­dividual ni colectiva, se halla vivo.

EDITORIAL ORIÓN
MÉXICO
1981
Sierra Mojada Nº 325. México 10, D. F.

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