EPÍLOGO
“¿Pero cómo os enterraremos?”
“Del modo que gustéis”, dijo Sócrates,
“eso si podéis agarrarme y no me deslizo
entre vuestros dedos”.
-PHAEDO, Los Últimos Días de Sócrates.
La historia de Krishnamurti ha terminado. El 17 de febrero de 1.986, diez minutos después de la medianoche, hora del Pacífico, murió en la Cabaña de los Pinos, Ojai, donde había estado mortalmente enfermo con cáncer de páncreas. Murió en la habitación que da frente al pimentero, bajo el cual, hace sesenta y cuatro años, experimentó inmensas transformaciones de conciencia.
Fue cremado en Ventura, California. Sus cenizas se dividieron en tres partes: para Ojai, la India e Inglaterra. En la India fueron depositadas en el río Ganges: en el medio de la corriente en Rajghat, Varanasi; en Gangotri, el origen del río en lo profundo de los Himalayas; y en la playa de Adyar en Madrás, donde fueron colocadas en un estrecho catamarán sobre las turbulentas olas para que se sumergieran en el océano.
Antes de morir, Krishnamurti había dicho que el cuerpo después de la muerte, no tenía importancia. Como un leño, debía ser consumido por el fuego. “Soy un hombre sencillo”, dijo, y como el de un hombre sencillo tenía que ser su último viaje. No debía haber rituales después de su muerte, ni plegarias, ni agitación, ni grandes procesiones ceremoniales. Ningún tipo de monumento debía erigirse sobre sus cenizas. Bajo ninguna circunstancia debía divinizarse al instructor. El instructor carecía de importancia; sólo la enseñanza era importante. Era la enseñanza la que debía ser protegida de toda distorsión y corrupción. “No hay lugar en la enseñanza para la jerarquía ni para la autoridad; no hay sucesor ni representante que haya de continuar con estas enseñanzas en nombre mío, ni ahora ni en momento alguno del futuro”. Sin embargo, instruyó a sus colaboradores más cercanos para que las Fundaciones que llevaban su nombre tanto en la India como en los Estados Unidos e Inglaterra, continuaran, lo mismo que las escuelas fundadas bajo su guía.
Sus cenizas se trajeron por avión a Delhi. Las recibí a los pies del avión y de allí regresé en automóvil directamente a mi casa. Apenas crucé la puerta, cayó un repentino y fuerte aguacero con granizo. Continuó por unos cuantos minutos, hasta que la urna fue depositada bajo una higuera de Bengala en el jardín. Entonces, tan repentinamente como había comenzado, la lluvia cesó.
Fue en Rougemont, Suiza, en julio de 1.985, que aparecieron dentro de Krishnaji las primeras insinuaciones de la muerte que se aproximaba. Yo me había encontrado con él a fines de septiembre en Brockwood Park. Me estaba aguardando en la pequeña cocina del ala occidental de la casa vieja. Dijo que tenía algo muy serio que comunicarme: “Desde Suiza, sé cuándo voy a morir. Conozco el día y el lugar, pero no lo revelaré a nadie”. Y agregó: “La manifestación ha comenzado a debilitarse”.
“Quedé aturdida y permanecí en silencio.
El 25 de octubre llegó a Nueva Delhi, donde habría de descansar por unos días antes de partir para Varanasi. El 29 de octubre se entrevistó con R. Venkataraman, vicepresidente de la India y amigo íntimo, y con Rajiv Gandhi; lo hizo primero durante el almuerzo en la casa del vicepresidente y después en la cena que tuvo lugar en mi casa. Esta era la primera vez que Krishnaji se encontraba con Rajiv desde la muerte de Indira Gandhi acaecida el año anterior, y el encuentro fue muy emocionante.
Desde Delhi Krishnaji viajó a Varanasi, donde se había organizado un campamento al que asistieron trescientas personas. Los monzones habían sido abundantes y se observaban signos de una nueva vida que brotaba en árboles y arbustos; plantas de mostaza de brillantes colores verdes y amarillos, comenzaban a aparecer en las márgenes del río. El festival de Diwali se celebró mientras Krishnaji estuvo residiendo aquí; miles de lámparas de aceite se encendieron en la casa donde él se hospedaba, y el río se veía brillante con las lámparas de aceite que flotaban titilando bajo la brisa nocturna. (Diwali, el festival de las luces, se celebra en la noche más Oscura del mes, cuatro meses después de que los monzones han terminado y la tierra despierta a una nueva vida. El festival anuncia la siembra, y es una celebración para invocar a Laksmi, la diosa de la prosperidad. Aun el más pobre de los aldeanos enciende una lámpara de aceite hecha de barro, a fin de que la diosa no pase por su casa sin entrar en ella).
Krishnaji habló a la gente reunida, sostuvo discusiones con los pandits de Varanasi y con eruditos en la tradición budista, y consideró el futuro de Rajghat con los miembros de la Fundación. El profesor Krishna, que enseñaba física en la Universidad Hindú de Benarés y a quien Krishnaji había conocido varios años atrás, accedió a abandonar su empleo y hacerse cargo como Rector del Centro Educacional de Rajghat. Dos peregrinos, R. Upasani y Mahesh Saxena, acompañaban a Krishnaji cuando éste paseaba por los alrededores, mirando y sonriendo a otros peregrinos y a los labriegos, escuchando el pulso de este antiguo país.
Upasani había vivido por tres décadas en Rajghat cuidando la tierra; su solicitud e interés lo acercaron a Krishnaji y a Mahesh Saxena, el recién llegado, ex jefe de policía en Delhi. Vulnerable y apasionado, Saxena renunció a su trabajo en la policía y se convirtió en un buscador de la verdad. Vivió por algunos años en los Himalayas, y luego se echó a andar hasta que llegó a Rajghat. Su presencia e intensidad lo llevaron hasta la proximidad de Krishnamurti, y pronto él también habría de incorporarse a la Fundación hasta ser su secretario.
Desde Rajghat, Krishnaji viajó al Valle de Rishi, donde mantuvo discusiones con estudiantes y educadores. Las lluvias habían sido copiosas, el suelo árido revivía, los campos recuperaban su verdor, y un gran número de jóvenes árboles plantados por los niños cubrían las laderas rocosas.
Los paseos de Krishnaji se estaban haciendo más cortos, y perdía peso en un grado alarmante. Yendo a su habitación un día, Radhika oyó que Krishnaji charlaba con una abubilla: “Tú y tus hijos son ciertamente bienvenidos aquí. Pero puedo asegurarte que no te gustará. En pocos días yo me habré marchado, clausurarán la habitación, cerrarán las ventanas y no podrás salir”. Cuando Radhika entró, vio al pájaro en el paisaje enmarcado por la ventana; estaba posado en la rama de un árbol escuchando a Krishnaji, quien permanecía acostado en la cama hablando con tonos mesurados. Krishnaji explicó que al pájaro le gustaba el tono de su voz, y que había estado allí por algún tiempo oyéndole hablar. Muy a menudo, cuando pequeños grupos de nosotros nos sentábamos con K sobre la alfombra de su habitación, el pájaro solía abalanzarse contra la ventana, picoteando el vidrio y haciendo por lo general un gran alboroto. Krishnaji decía entonces: “Aquí llega mi amigo”.
Acortó su estada en el Valle de Rishi y vino a Vasanta Vihar, Madrás, donde ofreció tres pláticas públicas. También aquí las lluvias le habían precedido. El jardín estaba exuberante, y pesados brotes amarillos habían aparecido sobre la ‘tabubea argentina’, floreciendo fuera de estación. Krishnaji tenía mucha fiebre, pero rechazó cualquier intervención médica y prosiguió con sus pláticas. Asistieron a las mismas grandes multitudes, porque ya era evidente que Krishnamurti estaba enfermo y que ésta podía ser su última visita. Habló de la muerte y la creación, y de aquello que se encuentra más allá del principio y del final. La inmensa energía que acostumbraba inundar el cuerpo y la que solía reverberar en la atmósfera, estaban ahora en un nivel más bajo de intensidad; el frágil cuerpo, aunque radiante y erguido, temblaba como incapaz de contener el poder y el empuje de la energía que se derramaba a través de él. Después de la plática, Krishnamurti pidió a su auditorio que permaneciera en silencio y meditara con él.
Un niño subió al estrado con una blanca flor de campacán. Krishnamurti se volvió sonriente hacia él y lo tocó. El niño sonreía. El sermón terminó con el silencio y la sonrisa. El había dicho que era la última plática.
Durante los días que siguieron se vio con sus amigos y colaboradores de la Krishnamurti Foundation India, a veces a solas, a veces en grupo. Les habló de muchas cosas, de las escuelas, de los centros de estudio y del silencio. Al terminar la última reunión, dijo. “Estén absolutamente alertas y no hagan ningún esfuerzo”1. Asit le preguntó si éstas eran sus últimas palabras para nosotros, y él sonrió.
Krishnamurti decidió regresar a Ojai el 10 de enero. Esa tarde salió para su paseo habitual por la playa de Adyar. Muchos de sus amigos caminaban con él. Una fuerte brisa llevaba hacia atrás su cabello como la cola de un cometa, exponiendo la altiva cúpula de su frente. Tenía el aspecto de un antiguo sabio de los bosques. Caminaba por la playa donde había sido “descubierto”, adoptado e iniciado. Aquí, junto al mar, en Adyar, setenta y cinco años atrás, la última vez que el cometa Halley entró en la órbita que lo llevaría hacia el sol. Cuando regresamos, nos pidió que le esperáramos en la casa de Radha Burnier, que se encontraba dentro del complejo residencial de la Sociedad Teosófica. Krishnamurti se demoró en la playa, mirando el mar rugiente. Después se volvió hacia cada una de las direcciones cardinales y se detuvo por un minuto; tranquilamente cruzó la entrada y regresó.
Esa noche, una hora antes de partir, bajó de su habitación. Estaba inmaculadamente vestido con ropas occidentales, su abrigo de lana echado sobre el brazo y una chalina de seda regalo mío- alrededor del cuello. Saludó a sus amigos, que formaban un semicírculo; después vino hacia mí y estrechó mi mano. “¿Cómo me veo?”, preguntó.
“De cuarenta”, respondí. Aludí a su chalina. “Mi favorita”, contestó. El sabía que era la última vez que habría de encontrarse con muchos de estos amigos. Pero había eliminado toda emoción, todo dolor y todo sentimiento de separación. Fue su bendición total. Esa noche partió, vía del Pacifico, en vuelo directo a Los Ángeles.
En Ojai su condición se volvió crítica y le diagnosticaron un cáncer de páncreas. Yo llegué allá el 31 de enero para encontrarle desesperadamente enfermo. Su cuerpo sumamente vulnerable, tan cuidadosamente protegido a través de los años, estaba devastado por la violencia de la enfermedad. El primer día nos vimos como a través de una niebla. Él había perdido todo sentido de tiempo y lugar. Pero al día siguiente se reanimó, y lo encontré con su mente lúcida, sus ojos claros, y completamente restablecido. Le leí las cartas que había traído conmigo de Nandini, Sunanda y del Primer Ministro Rajiv Gandhi, quien había enviado un mensaje personal. Krishnaji tomó mi mano; el apretón fue firme, y una gran corriente de amor fluyó hacia mí. Dijo que estaba demasiado débil para escribir, pero que enviaba su amor a todos los amigos de la India.
Durante los siguientes tres o cuatro días, su fuerza retornó. Pidió que lo llevaran en una silla de ruedas hasta el pimentero. Allí permaneció solo, se despidió de las montañas de Ojai, de los naranjales y de los numerosos árboles.
También caminó con alguna ayuda hasta la sala de estar y se echó sobre el sofá contemplando el fuego. Esa tarde vio una película en televisión, y los médicos sintieron que incluso podría haber una remisión de la enfermedad. A mí me dijo: “Venga a verme mañana y todos los días que me encuentre aquí”. De modo que vi a Krishnaji todas las mañanas. Me sentaba al lado de la cama, sostenía su mano con las dos mías y permanecía en silencio con él.
Noté los libros que había en la cabecera, libros en inglés, italiano y francés -el Tesoro Dorado de Palgrave, El Libro de Oxford del Verso Inglés, narraciones de Italo Calvino, el Diccionario Berlitz de ltaliano, cuentos de Alphonse Daudet, un libro de Gustave Doré y El Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell.
El domingo 8 de febrero, el tumor recomenzó su implacable ataque y Krishnaji tuvo que permanecer en cama, desesperadamente enfermo. No pude verle ese día. A la mañana siguiente envió por mí. Me dijo: “Fui a dar un largo paseo por las montañas. Me perdí y no lograron encontrarme. Por eso no pude verla ayer”. Por un instante el rostro fue joven, supremamente bello.
Vi a Krishnaji alrededor de la una del 16 de febrero, el día de mi partida. Me senté con él por un rato. Sufría grandes dolores, pero su mente estaba clara y lúcida. Le manifesté que no le diría adiós, porque no habría separación. Con gran esfuerzo levantó mi mano y la llevó a sus labios. El apretón aún era firme. Permanecía acunado en un silencio que me envolvió. Cuando me estaba yendo, dijo: “Pupul, esta noche iré a dar un largo paseo por las montañas. Las brumas se están levantando”. Dejé su habitación sin mirar atrás.
Esa noche, a las nueve hora del Pacífico, Krishnamurti se durmió para iniciar su largo paseo en las altas montañas. Las brumas se estaban levantando, pero él pasó a través de las brumas y se marchó.
Biografía de J. Krishnamurti.
Pupul Jayakar. Editorial Kier.
“¿Pero cómo os enterraremos?”
“Del modo que gustéis”, dijo Sócrates,
“eso si podéis agarrarme y no me deslizo
entre vuestros dedos”.
-PHAEDO, Los Últimos Días de Sócrates.
La historia de Krishnamurti ha terminado. El 17 de febrero de 1.986, diez minutos después de la medianoche, hora del Pacífico, murió en la Cabaña de los Pinos, Ojai, donde había estado mortalmente enfermo con cáncer de páncreas. Murió en la habitación que da frente al pimentero, bajo el cual, hace sesenta y cuatro años, experimentó inmensas transformaciones de conciencia.
Fue cremado en Ventura, California. Sus cenizas se dividieron en tres partes: para Ojai, la India e Inglaterra. En la India fueron depositadas en el río Ganges: en el medio de la corriente en Rajghat, Varanasi; en Gangotri, el origen del río en lo profundo de los Himalayas; y en la playa de Adyar en Madrás, donde fueron colocadas en un estrecho catamarán sobre las turbulentas olas para que se sumergieran en el océano.
Antes de morir, Krishnamurti había dicho que el cuerpo después de la muerte, no tenía importancia. Como un leño, debía ser consumido por el fuego. “Soy un hombre sencillo”, dijo, y como el de un hombre sencillo tenía que ser su último viaje. No debía haber rituales después de su muerte, ni plegarias, ni agitación, ni grandes procesiones ceremoniales. Ningún tipo de monumento debía erigirse sobre sus cenizas. Bajo ninguna circunstancia debía divinizarse al instructor. El instructor carecía de importancia; sólo la enseñanza era importante. Era la enseñanza la que debía ser protegida de toda distorsión y corrupción. “No hay lugar en la enseñanza para la jerarquía ni para la autoridad; no hay sucesor ni representante que haya de continuar con estas enseñanzas en nombre mío, ni ahora ni en momento alguno del futuro”. Sin embargo, instruyó a sus colaboradores más cercanos para que las Fundaciones que llevaban su nombre tanto en la India como en los Estados Unidos e Inglaterra, continuaran, lo mismo que las escuelas fundadas bajo su guía.
Sus cenizas se trajeron por avión a Delhi. Las recibí a los pies del avión y de allí regresé en automóvil directamente a mi casa. Apenas crucé la puerta, cayó un repentino y fuerte aguacero con granizo. Continuó por unos cuantos minutos, hasta que la urna fue depositada bajo una higuera de Bengala en el jardín. Entonces, tan repentinamente como había comenzado, la lluvia cesó.
Fue en Rougemont, Suiza, en julio de 1.985, que aparecieron dentro de Krishnaji las primeras insinuaciones de la muerte que se aproximaba. Yo me había encontrado con él a fines de septiembre en Brockwood Park. Me estaba aguardando en la pequeña cocina del ala occidental de la casa vieja. Dijo que tenía algo muy serio que comunicarme: “Desde Suiza, sé cuándo voy a morir. Conozco el día y el lugar, pero no lo revelaré a nadie”. Y agregó: “La manifestación ha comenzado a debilitarse”.
“Quedé aturdida y permanecí en silencio.
El 25 de octubre llegó a Nueva Delhi, donde habría de descansar por unos días antes de partir para Varanasi. El 29 de octubre se entrevistó con R. Venkataraman, vicepresidente de la India y amigo íntimo, y con Rajiv Gandhi; lo hizo primero durante el almuerzo en la casa del vicepresidente y después en la cena que tuvo lugar en mi casa. Esta era la primera vez que Krishnaji se encontraba con Rajiv desde la muerte de Indira Gandhi acaecida el año anterior, y el encuentro fue muy emocionante.
Desde Delhi Krishnaji viajó a Varanasi, donde se había organizado un campamento al que asistieron trescientas personas. Los monzones habían sido abundantes y se observaban signos de una nueva vida que brotaba en árboles y arbustos; plantas de mostaza de brillantes colores verdes y amarillos, comenzaban a aparecer en las márgenes del río. El festival de Diwali se celebró mientras Krishnaji estuvo residiendo aquí; miles de lámparas de aceite se encendieron en la casa donde él se hospedaba, y el río se veía brillante con las lámparas de aceite que flotaban titilando bajo la brisa nocturna. (Diwali, el festival de las luces, se celebra en la noche más Oscura del mes, cuatro meses después de que los monzones han terminado y la tierra despierta a una nueva vida. El festival anuncia la siembra, y es una celebración para invocar a Laksmi, la diosa de la prosperidad. Aun el más pobre de los aldeanos enciende una lámpara de aceite hecha de barro, a fin de que la diosa no pase por su casa sin entrar en ella).
Krishnaji habló a la gente reunida, sostuvo discusiones con los pandits de Varanasi y con eruditos en la tradición budista, y consideró el futuro de Rajghat con los miembros de la Fundación. El profesor Krishna, que enseñaba física en la Universidad Hindú de Benarés y a quien Krishnaji había conocido varios años atrás, accedió a abandonar su empleo y hacerse cargo como Rector del Centro Educacional de Rajghat. Dos peregrinos, R. Upasani y Mahesh Saxena, acompañaban a Krishnaji cuando éste paseaba por los alrededores, mirando y sonriendo a otros peregrinos y a los labriegos, escuchando el pulso de este antiguo país.
Upasani había vivido por tres décadas en Rajghat cuidando la tierra; su solicitud e interés lo acercaron a Krishnaji y a Mahesh Saxena, el recién llegado, ex jefe de policía en Delhi. Vulnerable y apasionado, Saxena renunció a su trabajo en la policía y se convirtió en un buscador de la verdad. Vivió por algunos años en los Himalayas, y luego se echó a andar hasta que llegó a Rajghat. Su presencia e intensidad lo llevaron hasta la proximidad de Krishnamurti, y pronto él también habría de incorporarse a la Fundación hasta ser su secretario.
Desde Rajghat, Krishnaji viajó al Valle de Rishi, donde mantuvo discusiones con estudiantes y educadores. Las lluvias habían sido copiosas, el suelo árido revivía, los campos recuperaban su verdor, y un gran número de jóvenes árboles plantados por los niños cubrían las laderas rocosas.
Los paseos de Krishnaji se estaban haciendo más cortos, y perdía peso en un grado alarmante. Yendo a su habitación un día, Radhika oyó que Krishnaji charlaba con una abubilla: “Tú y tus hijos son ciertamente bienvenidos aquí. Pero puedo asegurarte que no te gustará. En pocos días yo me habré marchado, clausurarán la habitación, cerrarán las ventanas y no podrás salir”. Cuando Radhika entró, vio al pájaro en el paisaje enmarcado por la ventana; estaba posado en la rama de un árbol escuchando a Krishnaji, quien permanecía acostado en la cama hablando con tonos mesurados. Krishnaji explicó que al pájaro le gustaba el tono de su voz, y que había estado allí por algún tiempo oyéndole hablar. Muy a menudo, cuando pequeños grupos de nosotros nos sentábamos con K sobre la alfombra de su habitación, el pájaro solía abalanzarse contra la ventana, picoteando el vidrio y haciendo por lo general un gran alboroto. Krishnaji decía entonces: “Aquí llega mi amigo”.
Acortó su estada en el Valle de Rishi y vino a Vasanta Vihar, Madrás, donde ofreció tres pláticas públicas. También aquí las lluvias le habían precedido. El jardín estaba exuberante, y pesados brotes amarillos habían aparecido sobre la ‘tabubea argentina’, floreciendo fuera de estación. Krishnaji tenía mucha fiebre, pero rechazó cualquier intervención médica y prosiguió con sus pláticas. Asistieron a las mismas grandes multitudes, porque ya era evidente que Krishnamurti estaba enfermo y que ésta podía ser su última visita. Habló de la muerte y la creación, y de aquello que se encuentra más allá del principio y del final. La inmensa energía que acostumbraba inundar el cuerpo y la que solía reverberar en la atmósfera, estaban ahora en un nivel más bajo de intensidad; el frágil cuerpo, aunque radiante y erguido, temblaba como incapaz de contener el poder y el empuje de la energía que se derramaba a través de él. Después de la plática, Krishnamurti pidió a su auditorio que permaneciera en silencio y meditara con él.
Un niño subió al estrado con una blanca flor de campacán. Krishnamurti se volvió sonriente hacia él y lo tocó. El niño sonreía. El sermón terminó con el silencio y la sonrisa. El había dicho que era la última plática.
Durante los días que siguieron se vio con sus amigos y colaboradores de la Krishnamurti Foundation India, a veces a solas, a veces en grupo. Les habló de muchas cosas, de las escuelas, de los centros de estudio y del silencio. Al terminar la última reunión, dijo. “Estén absolutamente alertas y no hagan ningún esfuerzo”1. Asit le preguntó si éstas eran sus últimas palabras para nosotros, y él sonrió.
Krishnamurti decidió regresar a Ojai el 10 de enero. Esa tarde salió para su paseo habitual por la playa de Adyar. Muchos de sus amigos caminaban con él. Una fuerte brisa llevaba hacia atrás su cabello como la cola de un cometa, exponiendo la altiva cúpula de su frente. Tenía el aspecto de un antiguo sabio de los bosques. Caminaba por la playa donde había sido “descubierto”, adoptado e iniciado. Aquí, junto al mar, en Adyar, setenta y cinco años atrás, la última vez que el cometa Halley entró en la órbita que lo llevaría hacia el sol. Cuando regresamos, nos pidió que le esperáramos en la casa de Radha Burnier, que se encontraba dentro del complejo residencial de la Sociedad Teosófica. Krishnamurti se demoró en la playa, mirando el mar rugiente. Después se volvió hacia cada una de las direcciones cardinales y se detuvo por un minuto; tranquilamente cruzó la entrada y regresó.
Esa noche, una hora antes de partir, bajó de su habitación. Estaba inmaculadamente vestido con ropas occidentales, su abrigo de lana echado sobre el brazo y una chalina de seda regalo mío- alrededor del cuello. Saludó a sus amigos, que formaban un semicírculo; después vino hacia mí y estrechó mi mano. “¿Cómo me veo?”, preguntó.
“De cuarenta”, respondí. Aludí a su chalina. “Mi favorita”, contestó. El sabía que era la última vez que habría de encontrarse con muchos de estos amigos. Pero había eliminado toda emoción, todo dolor y todo sentimiento de separación. Fue su bendición total. Esa noche partió, vía del Pacifico, en vuelo directo a Los Ángeles.
En Ojai su condición se volvió crítica y le diagnosticaron un cáncer de páncreas. Yo llegué allá el 31 de enero para encontrarle desesperadamente enfermo. Su cuerpo sumamente vulnerable, tan cuidadosamente protegido a través de los años, estaba devastado por la violencia de la enfermedad. El primer día nos vimos como a través de una niebla. Él había perdido todo sentido de tiempo y lugar. Pero al día siguiente se reanimó, y lo encontré con su mente lúcida, sus ojos claros, y completamente restablecido. Le leí las cartas que había traído conmigo de Nandini, Sunanda y del Primer Ministro Rajiv Gandhi, quien había enviado un mensaje personal. Krishnaji tomó mi mano; el apretón fue firme, y una gran corriente de amor fluyó hacia mí. Dijo que estaba demasiado débil para escribir, pero que enviaba su amor a todos los amigos de la India.
Durante los siguientes tres o cuatro días, su fuerza retornó. Pidió que lo llevaran en una silla de ruedas hasta el pimentero. Allí permaneció solo, se despidió de las montañas de Ojai, de los naranjales y de los numerosos árboles.
También caminó con alguna ayuda hasta la sala de estar y se echó sobre el sofá contemplando el fuego. Esa tarde vio una película en televisión, y los médicos sintieron que incluso podría haber una remisión de la enfermedad. A mí me dijo: “Venga a verme mañana y todos los días que me encuentre aquí”. De modo que vi a Krishnaji todas las mañanas. Me sentaba al lado de la cama, sostenía su mano con las dos mías y permanecía en silencio con él.
Noté los libros que había en la cabecera, libros en inglés, italiano y francés -el Tesoro Dorado de Palgrave, El Libro de Oxford del Verso Inglés, narraciones de Italo Calvino, el Diccionario Berlitz de ltaliano, cuentos de Alphonse Daudet, un libro de Gustave Doré y El Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell.
El domingo 8 de febrero, el tumor recomenzó su implacable ataque y Krishnaji tuvo que permanecer en cama, desesperadamente enfermo. No pude verle ese día. A la mañana siguiente envió por mí. Me dijo: “Fui a dar un largo paseo por las montañas. Me perdí y no lograron encontrarme. Por eso no pude verla ayer”. Por un instante el rostro fue joven, supremamente bello.
Vi a Krishnaji alrededor de la una del 16 de febrero, el día de mi partida. Me senté con él por un rato. Sufría grandes dolores, pero su mente estaba clara y lúcida. Le manifesté que no le diría adiós, porque no habría separación. Con gran esfuerzo levantó mi mano y la llevó a sus labios. El apretón aún era firme. Permanecía acunado en un silencio que me envolvió. Cuando me estaba yendo, dijo: “Pupul, esta noche iré a dar un largo paseo por las montañas. Las brumas se están levantando”. Dejé su habitación sin mirar atrás.
Esa noche, a las nueve hora del Pacífico, Krishnamurti se durmió para iniciar su largo paseo en las altas montañas. Las brumas se estaban levantando, pero él pasó a través de las brumas y se marchó.
Biografía de J. Krishnamurti.
Pupul Jayakar. Editorial Kier.
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