Diario II.
El Último Diario.
Paseando en una bella mañana primaveral por la recta carretera, el cielo se veía extraordinariamente azul; no había una sola nube, y el sol era cálido, no demasiado caluroso; se sentía agradable. Las hojas brillaban y había animación en el aire. Era realmente una mañana de extraordinaria belleza. Ahí estaba la alta montaña, impenetrable, y los cerros de abajo se veían verdes y hermosos. Y mientras paseaba tranquilamente, sin muchos pensamientos, uno vio una hoja muerta de color amarillo y rojo brillante, una hoja de otoño. ¡Qué bella era, tan sencilla en su muerte, tan natural, tan llena de la belleza y vitalidad de todo el árbol y del verano! Era extraño que no hubiera marchitado. Al contemplarla más de cerca, se veían todas las nervaduras y el tallo y el contorno de esa hoja. Y esa hoja era todo el árbol.
¿Por qué los seres humanos mueren tan desdichadamente, tan lamentablemente, con enfermedad, vejez, senilidad, con el cuerpo encogido, feo? ¿Por qué no pueden morir tan natural y bellamente como esta hoja? ¿Qué hay de malo en nosotros? A pesar de todos los doctores, de las medicinas y los hospitales, de las operaciones y de toda la agonía de la vida, y también de los placeres, no parecemos capaces de morir con dignidad, con sencillez y con una sonrisa.
Una vez, mientras paseaba por un sendero, uno escuchó detrás un canto, un canto melodioso, rítmico, que ténia la antigua fuerza del sánscrito. Uno se detuvo y miró en torno. Un hijo mayor, desnudo hasta la cintura, llevaba un pote de terracota en el que ardía un llama. Lo había colocado dentro de una vasija; y detrás de él iban dos hombres transportando a su padre muerto cubierto con un lienzo blanco; y todos cantaban. Uno conocía ese canto y casi se unió a ellos para acompañarlos. Pasaron y uno los siguió. Descendieron por el camino cantando, y el hijo mayor lloraba. Transportaron al padre hasta la playa donde ya habían juntado una gran pila de leña, dejaron el cuerpo en la cima de ese montón de madera y le prendieron fuego. Todo era tan natural, tan extraordinariamente sencillo: no había flores ni carroza fúnebre ni negros carruajes con caballos negros. Todo era muy sereno y absolutamente digno.
Y uno miraba esa hoja, y las miles de hojas del árbol. El invierno trajo esa hoja desde su origen hasta ese sendero, y pronto se secaría completamente marchitándose, desaparecería arrastrada por los vientos hasta perderse.
Cuando enseñamos a los niños las matemáticas,cuando les enseñamos a leer, a escribir y todo eso que implica adquirir conocimientos, también debería enseñárseles la inmensa dignidad de la muerte, no como algo morboso y desgraciado que uno ha de afrontar en el futuro, sino como algo de la vida cotidiana-la vida cotidiana de contemplar el cielo azul y observar el saltamontes sobre una hoja-. Eso forma parte del aprender, tal como a uno le crecen los dientes y pasa por todas las incomodidades y enfermedades de la infancia. Los niños tienen una curiosidad extraordinaria. Si uno comprende la naturaleza de la muerte, entonces no les explica que todo muere, que el polvo vuelve al polvo y todas esas cosas; sin temor alguno les explica cariñosamente y les hace sentir que el vivir y el morir son una sola cosa-no al final de nuestra vida despúes de cincuenta, sesenta o noventa años, sino que la muerte es como esa hoja.
Uno mira esas personas viejas, hombres y mujeres, qué decrépitas, arruinadas, infelices y feas se ven. ¿Es porque no han comprendido realmente ni el vivir ni el morir? ¿Han usado la vida, han consumido sus vidas en el conflicto incesante que sólo ejercita y fortalece el “yo”, el ego. Gastamos nuestros días en una gran diversidad de conflictos y desdichas, con un poco de alegría y placer –beber y fumar hasta las últimas horas de la noche, trabajar, trabajar y trabajar-. Y al final de nuestra vida nos enfrentamos con miedo a esa cosa llamada muerte. Uno piensa que ella puede comprenderse siempre, que pude sentirse profundamente. Al niño con su curiosidad puede ayudársele a comprender que la muerte no es meramente el desgaste del cuerpo a causa de enfermedad, vejez o algún accidente inesperado, sino que el final de cada día es también el final de uno mismo cada día.
No existe la resurrección, eso es superstición, una creencia dogmática. Todo en la tierra, en esta bella tierra, vive, muere, nace y se marchita. Para captar ese movimiento total de la tierra, se requiere inteligencia, no la inteligencia del pensamiento o de los libros o del conocimiento, sino la inteligencia del amor y de la compación con su sensibilidad. Uno tiene la completa certidumbre de que si el educador comprendiera el significado y la dignidad de la muerte, la simplicidad extraordinaria del morir –si comprendiera eso profundamente, no intelectualmente- entonces podría comunicar al estudiante, al niño, que el morir, el final, no es para eludirse, no es algo que él haya de temer, porque forma parte de la totalidad de nuestra vida; de ese modo el estudiante, el niño, al crecer jamás tendría miedo de la muerte. Si todos los seres humanos que han vivido antes que nosotros, todas las generaciones y generaciones pasadas todavía vivieran sobre estas tierra, ¡qué terrible sería eso!
Y en la educación uno quisiera ayudar –no, ésa es una palabra equivocada- uno quisiera introducir la muerte en alguna clase de realidad, no la de algún otro que muere, sino la realidad de que cada uno de nosotros, por viejo o joven que sea, tendrá que enfrentarse inevitablemente a esa cosa. No es una triste cuestión de lágrimas, de soledad, de separación. Matamos con tanta facilidad a los animales no sólo para alimentarnos, sino que está la enorme matanza de animales por diversión, esa diversión que llamamos deporte –matamos al ciervo porque es la estación de caza-. Matar a un ciervo es como matar a un semejante. Matamos animales porque hemos perdido contacto con la naturaleza, con las cosas vivientes de esta tierra. Matamos en la guerra por tantas razones románticas, nacionalistas, políticas, ideológicas... Hemos matado a la gente en el nombre de Dios. La violencia y el matar marchan juntos.
Contemplar esa hoja muerta con toda su belleza y color, es darse cuenta, comprender muy profundamente lo que la propia muerte tiene que ser, no en el final sino en el comienzo mismo. La muerte no es alguna cosa horrenda, algo que deba eludirse, posponerse, sino más bien algo para estar con ello día por día. Y de eso surge un sentido extraordinario de inmensidad.
J. Krishnamurti. Diario II - El Último Diario. Editorial Kairós.
El Último Diario.
Paseando en una bella mañana primaveral por la recta carretera, el cielo se veía extraordinariamente azul; no había una sola nube, y el sol era cálido, no demasiado caluroso; se sentía agradable. Las hojas brillaban y había animación en el aire. Era realmente una mañana de extraordinaria belleza. Ahí estaba la alta montaña, impenetrable, y los cerros de abajo se veían verdes y hermosos. Y mientras paseaba tranquilamente, sin muchos pensamientos, uno vio una hoja muerta de color amarillo y rojo brillante, una hoja de otoño. ¡Qué bella era, tan sencilla en su muerte, tan natural, tan llena de la belleza y vitalidad de todo el árbol y del verano! Era extraño que no hubiera marchitado. Al contemplarla más de cerca, se veían todas las nervaduras y el tallo y el contorno de esa hoja. Y esa hoja era todo el árbol.
¿Por qué los seres humanos mueren tan desdichadamente, tan lamentablemente, con enfermedad, vejez, senilidad, con el cuerpo encogido, feo? ¿Por qué no pueden morir tan natural y bellamente como esta hoja? ¿Qué hay de malo en nosotros? A pesar de todos los doctores, de las medicinas y los hospitales, de las operaciones y de toda la agonía de la vida, y también de los placeres, no parecemos capaces de morir con dignidad, con sencillez y con una sonrisa.
Una vez, mientras paseaba por un sendero, uno escuchó detrás un canto, un canto melodioso, rítmico, que ténia la antigua fuerza del sánscrito. Uno se detuvo y miró en torno. Un hijo mayor, desnudo hasta la cintura, llevaba un pote de terracota en el que ardía un llama. Lo había colocado dentro de una vasija; y detrás de él iban dos hombres transportando a su padre muerto cubierto con un lienzo blanco; y todos cantaban. Uno conocía ese canto y casi se unió a ellos para acompañarlos. Pasaron y uno los siguió. Descendieron por el camino cantando, y el hijo mayor lloraba. Transportaron al padre hasta la playa donde ya habían juntado una gran pila de leña, dejaron el cuerpo en la cima de ese montón de madera y le prendieron fuego. Todo era tan natural, tan extraordinariamente sencillo: no había flores ni carroza fúnebre ni negros carruajes con caballos negros. Todo era muy sereno y absolutamente digno.
Y uno miraba esa hoja, y las miles de hojas del árbol. El invierno trajo esa hoja desde su origen hasta ese sendero, y pronto se secaría completamente marchitándose, desaparecería arrastrada por los vientos hasta perderse.
Cuando enseñamos a los niños las matemáticas,cuando les enseñamos a leer, a escribir y todo eso que implica adquirir conocimientos, también debería enseñárseles la inmensa dignidad de la muerte, no como algo morboso y desgraciado que uno ha de afrontar en el futuro, sino como algo de la vida cotidiana-la vida cotidiana de contemplar el cielo azul y observar el saltamontes sobre una hoja-. Eso forma parte del aprender, tal como a uno le crecen los dientes y pasa por todas las incomodidades y enfermedades de la infancia. Los niños tienen una curiosidad extraordinaria. Si uno comprende la naturaleza de la muerte, entonces no les explica que todo muere, que el polvo vuelve al polvo y todas esas cosas; sin temor alguno les explica cariñosamente y les hace sentir que el vivir y el morir son una sola cosa-no al final de nuestra vida despúes de cincuenta, sesenta o noventa años, sino que la muerte es como esa hoja.
Uno mira esas personas viejas, hombres y mujeres, qué decrépitas, arruinadas, infelices y feas se ven. ¿Es porque no han comprendido realmente ni el vivir ni el morir? ¿Han usado la vida, han consumido sus vidas en el conflicto incesante que sólo ejercita y fortalece el “yo”, el ego. Gastamos nuestros días en una gran diversidad de conflictos y desdichas, con un poco de alegría y placer –beber y fumar hasta las últimas horas de la noche, trabajar, trabajar y trabajar-. Y al final de nuestra vida nos enfrentamos con miedo a esa cosa llamada muerte. Uno piensa que ella puede comprenderse siempre, que pude sentirse profundamente. Al niño con su curiosidad puede ayudársele a comprender que la muerte no es meramente el desgaste del cuerpo a causa de enfermedad, vejez o algún accidente inesperado, sino que el final de cada día es también el final de uno mismo cada día.
No existe la resurrección, eso es superstición, una creencia dogmática. Todo en la tierra, en esta bella tierra, vive, muere, nace y se marchita. Para captar ese movimiento total de la tierra, se requiere inteligencia, no la inteligencia del pensamiento o de los libros o del conocimiento, sino la inteligencia del amor y de la compación con su sensibilidad. Uno tiene la completa certidumbre de que si el educador comprendiera el significado y la dignidad de la muerte, la simplicidad extraordinaria del morir –si comprendiera eso profundamente, no intelectualmente- entonces podría comunicar al estudiante, al niño, que el morir, el final, no es para eludirse, no es algo que él haya de temer, porque forma parte de la totalidad de nuestra vida; de ese modo el estudiante, el niño, al crecer jamás tendría miedo de la muerte. Si todos los seres humanos que han vivido antes que nosotros, todas las generaciones y generaciones pasadas todavía vivieran sobre estas tierra, ¡qué terrible sería eso!
Y en la educación uno quisiera ayudar –no, ésa es una palabra equivocada- uno quisiera introducir la muerte en alguna clase de realidad, no la de algún otro que muere, sino la realidad de que cada uno de nosotros, por viejo o joven que sea, tendrá que enfrentarse inevitablemente a esa cosa. No es una triste cuestión de lágrimas, de soledad, de separación. Matamos con tanta facilidad a los animales no sólo para alimentarnos, sino que está la enorme matanza de animales por diversión, esa diversión que llamamos deporte –matamos al ciervo porque es la estación de caza-. Matar a un ciervo es como matar a un semejante. Matamos animales porque hemos perdido contacto con la naturaleza, con las cosas vivientes de esta tierra. Matamos en la guerra por tantas razones románticas, nacionalistas, políticas, ideológicas... Hemos matado a la gente en el nombre de Dios. La violencia y el matar marchan juntos.
Contemplar esa hoja muerta con toda su belleza y color, es darse cuenta, comprender muy profundamente lo que la propia muerte tiene que ser, no en el final sino en el comienzo mismo. La muerte no es alguna cosa horrenda, algo que deba eludirse, posponerse, sino más bien algo para estar con ello día por día. Y de eso surge un sentido extraordinario de inmensidad.
J. Krishnamurti. Diario II - El Último Diario. Editorial Kairós.
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