Krishnaji llegó a Bombay con Rajagopal, a principios de 1953. Se alojaron con Ratansi Morarji en Carmichael Road. La atmósfera afectiva de aquellos primeros días había desaparecido. Krishnaji permanecía apartado y pasaba mucho tiempo solo en su habitación. Su risa se escuchaba raramente, pero desde la habitación de Krishnaji llegaba a menudo la voz irritada y enfurecida de Rajagopal.
Krishnaji estaba concediendo un gran número de entrevistas, recibía a sanyasis, estudiantes, hombres y mujeres agobiados por el dolor y el aislamiento de la vejez. Ofrecía pláticas en el complejo de la J.J. Escuela de Arte; había comenzado discusiones con pequeños grupos, pero ya no venía como antes a sentarse por las mañanas y las tardes en la sala de estar. Los cantos en los que Krishnaji había participado también terminaron. Rajagopal parecía determinar lo que Krishnaji podía o no podía hacer. Por entonces, Rajagopal era muy amigo de Jamnadas Dwarkadas, quien con su ardiente amor y devoción por Krishnaji, reaccionó fuertemente y con ira ante las insinuaciones de Rajagopal. Jamnadas jamás nos contó lo que Rajagopal le había dicho, pero sugirió que había acusado amargamente a Krishnaji. Rajagopal se mostraba amigable conmigo, pero teníamos largas disputas con respecto a las publicaciones, organizaciones y cosas por el estilo. A veces discrepábamos con pasión. Yo no estaba acostumbrada a las actitudes de reserva en las instituciones públicas. Rajagopal era arrogante y rehusaba contestar preguntas. Quería saberlo todo, pero no estaba dispuesto a revelar nada. Le dije que no podía trabajar con él en estos términos.
Sin embargo, las pláticas públicas de Krishnaji no mostraban huella alguna del remolino que giraba a su alrededor en la residencia de Ratansi.
Por esos días tuvo lugar un incidente que habría de soltar la flecha de las causas que finalmente condujeron a una completa ruptura entre Krishnamurti y Rajagopal. El fastidio que le ocasionara Rajagopal y las escenas que tenían lugar todos los días, indujeron a Krishnaji a decir algo que afectaba la integridad personal de Rajagopal. Habiéndolo dicho, Krishnaji se dio cuenta de todas las implicaciones que ello tenía. Esta es la única vez que he visto a Krishnaji sumido en una profunda angustia.
Nos pidió que lo lleváramos en automóvil a la playa de Worli. Caminamos a lo largo de la costa; la marea estaba baja y soplaba un viento muy fuerte. En aquellos días la playa de Worli se encontraba desierta. Krishnaji caminaba adelante, lejos de nosotros, completamente silencioso, apartado. De pronto se detuvo y nos esperó. Volviéndose de frente a nosotros, permaneció así por un rato, después cruzó las manos sobre el pecho y dijo. “Mea culpa”. Él sabía que comprendíamos. Luego, como viniendo desde una gran distancia, escuchamos su voz: “Las palabras han sido dichas, la flecha ha sido arrojada, nada puedo hacer al respecto. Ella encontrará su blanco”. Nunca más volvió a referirse al incidente.
Durante los días que siguieron, las pequeñas discusiones y las pláticas comenzaron nuevamente. Krishnaji hablaba sobre la necesidad de que uno se estableciera en cualquier estado interno que pudiera surgir en un momento dado odio, ira, codicia, afecto, generosidad. “¿Es posible”, preguntaba, “permanecer completamente en tales estados sin movimiento alguno de la mente para escapar de ellos, ni para cambiarlos o fortalecerlos?”
Krishnaji decía que era esencial formular preguntas fundamentales; éstas raramente surgían de manera espontánea. La mente, ocupada en lo trivial, rara vez se detenía para formular la pregunta fundamental. Y cuando lo hacía, siempre tenía la respuesta fácil que emergía desde lo que la mente ya había experimentado.
“Se nos ha educado para combatir las emociones fuertes; la resistencia les da fuerza y las nutre. ¿Es posible preguntar, buscar las preguntas, sin movimiento alguno de la mente? ¿Puede uno formular la pregunta fundamental y dejarla en la conciencia permanecer con ella sin permitir que la atención se aparte de ahí? ¿Sostener la pregunta o el problema de modo que comience a abrir sus pétalos revelándose a sí mismo bajo la luz de la atención de tal manera que al florecer en plenitud pueda llegar completamente a su fin?”
Biografía de J. Krishnamurti.
Pupul Jayakar. Editorial Kier.
Krishnaji estaba concediendo un gran número de entrevistas, recibía a sanyasis, estudiantes, hombres y mujeres agobiados por el dolor y el aislamiento de la vejez. Ofrecía pláticas en el complejo de la J.J. Escuela de Arte; había comenzado discusiones con pequeños grupos, pero ya no venía como antes a sentarse por las mañanas y las tardes en la sala de estar. Los cantos en los que Krishnaji había participado también terminaron. Rajagopal parecía determinar lo que Krishnaji podía o no podía hacer. Por entonces, Rajagopal era muy amigo de Jamnadas Dwarkadas, quien con su ardiente amor y devoción por Krishnaji, reaccionó fuertemente y con ira ante las insinuaciones de Rajagopal. Jamnadas jamás nos contó lo que Rajagopal le había dicho, pero sugirió que había acusado amargamente a Krishnaji. Rajagopal se mostraba amigable conmigo, pero teníamos largas disputas con respecto a las publicaciones, organizaciones y cosas por el estilo. A veces discrepábamos con pasión. Yo no estaba acostumbrada a las actitudes de reserva en las instituciones públicas. Rajagopal era arrogante y rehusaba contestar preguntas. Quería saberlo todo, pero no estaba dispuesto a revelar nada. Le dije que no podía trabajar con él en estos términos.
Sin embargo, las pláticas públicas de Krishnaji no mostraban huella alguna del remolino que giraba a su alrededor en la residencia de Ratansi.
Por esos días tuvo lugar un incidente que habría de soltar la flecha de las causas que finalmente condujeron a una completa ruptura entre Krishnamurti y Rajagopal. El fastidio que le ocasionara Rajagopal y las escenas que tenían lugar todos los días, indujeron a Krishnaji a decir algo que afectaba la integridad personal de Rajagopal. Habiéndolo dicho, Krishnaji se dio cuenta de todas las implicaciones que ello tenía. Esta es la única vez que he visto a Krishnaji sumido en una profunda angustia.
Nos pidió que lo lleváramos en automóvil a la playa de Worli. Caminamos a lo largo de la costa; la marea estaba baja y soplaba un viento muy fuerte. En aquellos días la playa de Worli se encontraba desierta. Krishnaji caminaba adelante, lejos de nosotros, completamente silencioso, apartado. De pronto se detuvo y nos esperó. Volviéndose de frente a nosotros, permaneció así por un rato, después cruzó las manos sobre el pecho y dijo. “Mea culpa”. Él sabía que comprendíamos. Luego, como viniendo desde una gran distancia, escuchamos su voz: “Las palabras han sido dichas, la flecha ha sido arrojada, nada puedo hacer al respecto. Ella encontrará su blanco”. Nunca más volvió a referirse al incidente.
Durante los días que siguieron, las pequeñas discusiones y las pláticas comenzaron nuevamente. Krishnaji hablaba sobre la necesidad de que uno se estableciera en cualquier estado interno que pudiera surgir en un momento dado odio, ira, codicia, afecto, generosidad. “¿Es posible”, preguntaba, “permanecer completamente en tales estados sin movimiento alguno de la mente para escapar de ellos, ni para cambiarlos o fortalecerlos?”
Krishnaji decía que era esencial formular preguntas fundamentales; éstas raramente surgían de manera espontánea. La mente, ocupada en lo trivial, rara vez se detenía para formular la pregunta fundamental. Y cuando lo hacía, siempre tenía la respuesta fácil que emergía desde lo que la mente ya había experimentado.
“Se nos ha educado para combatir las emociones fuertes; la resistencia les da fuerza y las nutre. ¿Es posible preguntar, buscar las preguntas, sin movimiento alguno de la mente? ¿Puede uno formular la pregunta fundamental y dejarla en la conciencia permanecer con ella sin permitir que la atención se aparte de ahí? ¿Sostener la pregunta o el problema de modo que comience a abrir sus pétalos revelándose a sí mismo bajo la luz de la atención de tal manera que al florecer en plenitud pueda llegar completamente a su fin?”
Biografía de J. Krishnamurti.
Pupul Jayakar. Editorial Kier.
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