viernes, 9 de febrero de 2007

Jiddu Krishnamurti y el Buda.

 Año 1949.

La casa en que Krishnaji vivía en Rajghat, Varanasi, la luminosa ciudad de los peregrinos, estaba emplazada en el lugar del antiguo Kasi, las altas tierras que se levantaban cerca del Sangam, la confluencia de los ríos Ganges y Varuna. Era en este sitio, el punto más sagrado de su viaje hacia el mar, que el río tomaba una gran curva y se precipitaba hacia su origen en el norte. Fue probablemente aquí, cerca del antiguo lugar del templo Adi Kesava, que el Buda, habiendo alcanzado la iluminación en Bodh Gaya, cruzó el río sagrado viajando en una barca, para poner el pie en la otra orilla. Y fue quizás a lo largo de esta antigua senda de los peregrinos, que el Buda caminó hasta el parque de los ciervos en Saranath para predicar su primer sermón. El río Varuna dividía en dos partes la tierra, separando el Varanasi urbano de la zona rural.

A través de los siglos, los profetas de este país habían venido hasta las márgenes del Ganges en Kasi, dejando en el suelo la semilla latente de sus enseñanzas. El Buda, Kapila Muni, Adi Shankara, estos grandes maestros, se habían sentado bajo la sombra de los nudosos árboles, en los ghats o a lo largo de las márgenes. Las aldeas tenían nombres que daban testimonio de esas presencias.

Kasi era una ciudad conocida por su erudición y sus investigaciones, por el escepticismo, la duda y la intensa brillantez de la mente dialéctica, y fue a Kasi donde Adi Shankara había venido para establecer su supremacía. Durante siglos los iconoclastas habían arrasado con la ciudad, destruyendo templos y santuarios; pero la semilla de la duda, de la investigación, y la esencia de las grandes enseñanzas que no residía en templo ni en libro alguno, había sido conservada por los eruditos y los grandes sacerdotes. En cónclaves secretos, ellos mantuvieron vivos y vibrantes los pétalos de una sabiduría perenne. A lo largo de las márgenes de este río se habían desarrollado el diálogo y la indagación en las recónditas profundidades de la naturaleza y de la mente.


Mangos, florecientes alcornoques e higueras, crecían en las sagradas orillas del Ganges. Las ruinas de los templos y de los ashrams estaban cubiertas por altos pastos y enredaderas silvestres. En cada amanecer Krishnaji permanecía en las penumbras de la galería de su casa, aguardando a que el fuego del sol naciente creara de nuevo el mundo. A lo lejos flotaba una barca con las velas desplegadas. Cadáveres hinchados humanos y animales, con buitres posados sobre los cuerpos­ eran arrastrados por las aguas. Todo se movía lentamente, apaciblemente; las corrientes del monzón habían cesado con su frenesí y su devastación; el agua del río, como la pobre gente que vivía en sus orillas, tenía dignidad, cualquiera que fuera la carga que llevara.

Achyut y Rao Sahib Patwardhan, Maurice Friedman, Sanjeeva Rao, Nandini, y yo con Radhika, mi hija de diez años, estábamos en Varanasi. Todas las tardes íbamos a pasear con Krishnaji por la senda de los peregrinos. Las flores blancas de los alcornoques que bordeaban el camino hacia la ribera del río, esparcían su fragancia, y bajo nuestros pies se extendían pimpollos de un blanco perfecto. Con las lluvias abundantes, el río había desbordado sus orillas, y el destartalado puente de barro y bambú que aparecía durante los meses secos, aún no había sido levantado. Teníamos que cruzar el río en un trasbordador manejado por un barquero. En Kasi se descubría la sensación del ritmo jamás cambiante de la vida humana. Un sentido de lo arcaico se infiltraba en el país y en la gente. El interminable pasado se reflejaba en los ágiles barqueros de piel oscura que navegaban por el río, en las mujeres que llevaban los cacharros con agua sobre sus cabezas, en los pescadores que arrojaban sus redes.


Biografía de J. Krishnamurti.
Pupul Jayakar.
Editorial Kier.

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