Año 1948.
Aunque las notas que tomamos durante la última noche se han perdido, Nandini y yo recordamos la ocasión vívidamente.
Krishnaji había estado sufriendo un dolor agudísimo en la cabeza y en la parte posterior del cuello, su estómago estaba hinchado, las lágrimas fluían por su rostro. De pronto cayó hacia atrás sobre la cama y se quedó completamente quieto. Los rastros de dolor y fatiga habían desaparecido, como ocurre en la muerte. Entonces la vida y una inmensidad comenzaron a manifestarse en sus facciones. El rostro era inmensamente bello. No tenía edad, el tiempo no lo había tocado. Los ojos se abrieron, pero no hubo reconocimiento. El cuerpo irradiaba luz; una quietud y una vastedad iluminaban el rostro. El silencio era líquido y denso, como la miel; se derramaba a raudales dentro de la habitación y en nuestras mentes y nuestros cuerpos, llenando cada célula del cerebro, borrando toda huella del tiempo y de la memoria. Sentimos un contacto sin presencia alguna, un viento que soplaba sin que hubiera un solo movimiento. No pudimos evitar que nuestras manos se plegaran en pranams. Por algunos minutos él permaneció inmóvil; luego sus ojos se abrieron. Después de un rato nos vio y dijo: “¿Vieron ustedes ese rostro?” No esperó una respuesta. Permaneció tendido en silencio. Entonces dijo: “El Buda estuvo aquí, son ustedes bienaventuradas”.
Nosotras volvimos al hotel, y el silencio vino con nosotras y nos envolvió durante algunos de los días que siguieron. Estábamos embargadas por una presencia que nos invadía. La mayor parte del tiempo estuvimos en la habitación con Krishnaji; aunque no teníamos ningún papel que jugar, nuestra presencia parecía necesaria. Durante los sucesos no había en él nada personal ni emoción, ni relación alguna con nosotras. La terrible prueba parecía física, y sin embargo al día siguiente no dejaba ninguna huella en su rostro ni en su cuerpo. Estaba inflamado de energía alegre, afanoso y juvenil. Ni una sola de las palabras que pronunciaba tenía alusiones psicológicas. Había autoridad, profundidad y poder en el silencio que en cada oportunidad impregnaba la habitación y la atmósfera. Más tarde, Nandini y yo comparamos nuestras notas y descubrimos que ambas habíamos tenido idénticas experiencias.
Biografía de J. Krishnamurti.
Pupul Jayakar.
Editorial Kier.
Aunque las notas que tomamos durante la última noche se han perdido, Nandini y yo recordamos la ocasión vívidamente.
Krishnaji había estado sufriendo un dolor agudísimo en la cabeza y en la parte posterior del cuello, su estómago estaba hinchado, las lágrimas fluían por su rostro. De pronto cayó hacia atrás sobre la cama y se quedó completamente quieto. Los rastros de dolor y fatiga habían desaparecido, como ocurre en la muerte. Entonces la vida y una inmensidad comenzaron a manifestarse en sus facciones. El rostro era inmensamente bello. No tenía edad, el tiempo no lo había tocado. Los ojos se abrieron, pero no hubo reconocimiento. El cuerpo irradiaba luz; una quietud y una vastedad iluminaban el rostro. El silencio era líquido y denso, como la miel; se derramaba a raudales dentro de la habitación y en nuestras mentes y nuestros cuerpos, llenando cada célula del cerebro, borrando toda huella del tiempo y de la memoria. Sentimos un contacto sin presencia alguna, un viento que soplaba sin que hubiera un solo movimiento. No pudimos evitar que nuestras manos se plegaran en pranams. Por algunos minutos él permaneció inmóvil; luego sus ojos se abrieron. Después de un rato nos vio y dijo: “¿Vieron ustedes ese rostro?” No esperó una respuesta. Permaneció tendido en silencio. Entonces dijo: “El Buda estuvo aquí, son ustedes bienaventuradas”.
Nosotras volvimos al hotel, y el silencio vino con nosotras y nos envolvió durante algunos de los días que siguieron. Estábamos embargadas por una presencia que nos invadía. La mayor parte del tiempo estuvimos en la habitación con Krishnaji; aunque no teníamos ningún papel que jugar, nuestra presencia parecía necesaria. Durante los sucesos no había en él nada personal ni emoción, ni relación alguna con nosotras. La terrible prueba parecía física, y sin embargo al día siguiente no dejaba ninguna huella en su rostro ni en su cuerpo. Estaba inflamado de energía alegre, afanoso y juvenil. Ni una sola de las palabras que pronunciaba tenía alusiones psicológicas. Había autoridad, profundidad y poder en el silencio que en cada oportunidad impregnaba la habitación y la atmósfera. Más tarde, Nandini y yo comparamos nuestras notas y descubrimos que ambas habíamos tenido idénticas experiencias.
Biografía de J. Krishnamurti.
Pupul Jayakar.
Editorial Kier.
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