jueves, 11 de enero de 2007

Jiddu Krishnamurti y Susanaga Weeraperuma.

PREFACIO

Estuve estrechamente relacionado con Sri J. Krishnamurti y participé con entusiasmo en su trabajo durante unos treinta años.

La mayoría de los pasajes de este libro provienen de mis cuadernos de apuntes. Por desgracia, nunca logré decidirme a llevar un diario, pero he dejado constancia escrita de mis muchas y muy interesantes entrevistas y encuentros con Krishnaji y otras relevantes personalidades.

Esta obra no es una biografía de Krishnaji; sin embargo, como cabría esperarse, en ella abundan los datos biográficos así como sus observaciones sobre asuntos de gran interés espiritual.

Las anécdotas de la vida de Krishnaji que aquí se ofrecen poseen un significado filosófico profundo y oculto y nos ayu¬dan a comprender su personalidad enigmática. Incluso sus chistes y sus comentarios ocasionales deberían tomarse con seriedad porque emanaban aparentemente de ese silencio interior creativo que él denominaba «la otredad».

Susanaga Weeraperuma

LA MORADA DE LA SABIDURÍA

En mi época de colegial me pasaba las tardes en la Biblioteca Pública de Colombo, donde transcurrieron algunos de los días más felices de mi vida. Allí me perdía en un mundo misteriosamente encantado, lleno de libros, revistas y periódicos de diferentes países. La consideraba una forma mucho más interesante de emplear mis horas libres que malgastarlas en juegos o deportes tontos. Un día, mientras curioseaba entre los estantes en busca de algo nuevo para leer, me encontré con un pequeño volumen titulado El sendero. En su cubierta aparecía una foto en blanco y negro de una magnífica cabeza esculpida por Antoine Bourdelle. Me quedé unos instantes maravillado por la belleza de aquella obra maestra de la escultura. Las facciones del rostro aparecían armoniosamente plasmadas. Como amante de la belleza no pude sustraerme al sutil magnetismo y a la nobleza de aquella cara. Al principio pensé que se trataba de una escultura de los clásicos griegos, pero después me enteré de que era nada más ni nada menos que la cabeza de J. Krishnamurti. Así fue como descubrí a Krishnaji, cuyas enseñanzas han sido la influencia más importante y formativa de mi vida. Fue aquella reacción puramente estética a su aspecto exterior lo que me impulsó a interesarme por sus enseñanzas.

Años más tarde resultó para mí una dichosa experiencia visitar el Museo Bourdelle en París, donde vi el original de la citada escultura. Bourdelle esculpió varias cabezas de Krishnamurti, exhibidas de forma permanente en este museo. Merece la pena notar que este gran escultor tenía en gran estima a Krishnamurti. Bourdelle sostenía que para Krishnamurti «las cosas eternas son las únicas que importan».

Como es natural, y debido a mi educación budista, El sendero (1924) me absorbió por completo. Este largo ensayo es una descripción poética de las luchas y los pesares experimentados por Krishnamurti en su búsqueda de la iluminación. Sentí que aquel libro reflejaba la desdicha del samsara con su ciclo de nacimientos y muertes y la libertad que de él resulta. La esencia de esta obra se resume en esta frase: «Vosotros, los que sufrís, acompañadme y entrad conmigo en la morada de la sabiduría y las sombras de la inmortalidad».


PRIMERAS IMPRESIONES DE KRISHNAMURTI

Era muy joven la primera vez que vi a K en persona, el día de navidad del año 1949. Estos recuerdos aparecen descritos en mi libro Living and dying from moment to moment (Bombay: Chetana, 1978).

«Me interesé por primera vez en Krishnamurti en mi época de escolar, allá por el año 1949, cuando oí hablar de él en Colombo. Recuerdo como si fuera hoy que me encontraba entre una gran multitud que esperaba impaciente a que un hombre santo llamado Krishnamurti llegara al Ayuntamiento de Colombo. Por fin apareció el coche oficial y ahí estaba, un hombre delgado que se sentó nervioso al lado del entonces alcalde, el desaparecido doctor Kumaran Rutuam, un conocido político comunista de la ciudad. Krishnamurti todavía conservaba el pelo negro con canas en las sienes. Se bajó de un salto de la limusina y corrió escaleras arriba en un intento por evitar las curiosas miradas de sus numerosos seguidores. Vestía un elegante dhooti de seda blanca. Jamás se me borró de la memoria aquella primera impresión de él, sobre todo por que de pequeño no estaba acostumbrado a ver hombres santos vestidos con tanta opulencia. Estaba condicionado por el ejemplo del Mahatma Gandhi que sólo llevaba un taparrabos».

En las siguientes apariciones en público tuve la oportunidad de observarlo más de cerca. Aquellos ojos tiernos y ausentes fueron para mí una sorpresa porque yo esperaba ver los ojos ardientes y luminosos de un yogui. Por aquella época había visto algunos destacados yoguis indios, incluido Swami Sivananda que me había invitado a su ashram de Rishikesh, en el Himalaya. Los ojos luminosos generalmente van asociados a la brillantez intelectual mientras que los ojos tiernos indican serenidad y compasión.


Susanaga Weeraperuma
KRISHNAMURTI TAL COMO LE CONOCÍ
Traducción de Celia Filipetto
Verdaguer, 1 08786 Capellades (Barcelona)


 

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