jueves, 11 de enero de 2007

Jiddu Krishnamurti y la Curaciones.

LA CURACIÓN DE LOS ENFERMOS

K mostraba una cierta reticencia a hablar de su pretendida capacidad para curar las enfermedades físicas. Sin embargo, en ciertas ocasiones mencionó a varias personas que en un momento u otro habían sido curadas por él. Trataba siempre de no decir que había «curado» a alguien, sino que había «ayudado» a alguien.

Son bien conocidos los detalles de cómo K curó a Vimala Thakar de una infección de oído porque aparecen descritos en el libro que esta mujer escribió con el título On an eternal Voyage (1966). Después de la publicación de esta obra, muchos enfermos fueron a ver a K para suplicarle que los ayudara. Quienes más buscaban su ayuda eran las personas que padecían enfermedades crónicas. Los muy enfermos y los moribundos se acercaban a él para que los escuchara y les mostrara su compasión. Es fácil que sintamos pena por las personas enfermas que no ven la hora de encontrar soluciones definitivas para sus problemas físicos, sobre todo en situaciones en las que los tratamientos corrientes no han dado resultados satisfactorios. K parecía incómodo de que tantos pacientes acudieran a él en busca de ayuda para recuperar la salud. Siempre amable, les decía con toda franqueza: «Yo no soy médico. Vayan ustedes a consultar a un experto en medicina». De más está decir que muchos pacientes se sentían decepcionados. En una ocasión, cuando K se negó a tratar a una señora francesa, ella citó rápidamente el caso de Vimala Thakar diciendo que Vimala había recibido un trato preferencial por el mero hecho de ser de origen indio. Acto seguido, regañó a K y lo acusó de «practicar la discriminación racial» por ser él mismo de origen indio. Sorprendido y a la vez divertido por la cólera de aquella mujer, K exclamó: «¡Santo Dios!» No es cierto que K tuviera tendencias racistas. Amaba a todos los seres humanos por igual, hombres, mujeres y niños de todos los países. La clase social, la raza o el color de una persona nunca influyeron en su punto de vista. Debería mencionar también que varias personas de origen europeo fueron curadas por él. Más adelante ofreceré algunos ejemplos. Hubo ocasiones en las que K deseó fervientemente curar a personas que sufrían, pero cuando lo intentó, sus esfuerzos fueron vanos o bien tuvieron un éxito parcial. El motivo de que no lograra curar en el cien por cien de los casos resulta difícil de entender. Otro punto que escapa a la comprensión es por qué a veces rechazaba las peticiones de ayuda de personas que sufrían mucho. ¿Lo hacía por crueldad? No era propio de él mostrarse indiferente al sufrimiento ajeno. Quizás fuera porque opinaba que no había que cortar ciertas enfermedades porque tenían un efecto benéfico que purificaba y regeneraba el organismo entero.

Siempre me llamó la atención el hecho de que K, cuya vida estuvo plagada de dolencias menores y enfermedades graves como el cáncer, no pudiera curarse a sí mismo. ¿Acaso carecía de la capacidad de curar sus propios desórdenes físicos? ¿O sería tal vez que a pesar de estar dotado del poder de curarse no deseaba utilizarlo? Por más especulaciones que se hagan al respecto, difícilmente llegaremos a aclarar este punto.

«Cúrate a ti mismo» es una doctrina compatible con las enseñanzas de K, pero sólo en lo que se refiere a los aspectos psicológicos. Sin embargo, en los casos de enfermedades no psicológicas que producen malestar físico, sería una locura no buscar ayuda médica, sobre todo si existe el modo de encontrar una cura permanente.

«¡Yo no lo hice! ¡No hice nada!», exclamaba K cuando le comentaban que había curado a alguna persona de una grave enfermedad. Es evidente que no quería que se le reconociera mérito alguno por la repentina mejoría del enfermo en cuestión. Mientras que en anteriores ocasiones admitió haber contribuido al proceso de curación, en aquel caso negó haber tenido nada que ver.

En los últimos años de su vida, K sostuvo que él sólo era un instrumento de curación. Tanto su espíritu como su corazón eran tan puros que un poder indescriptible, «la otredad», lo utilizaba para realizar curas milagrosas. Era como si la madre naturaleza canalizara sus cualidades regeneradoras y curativas a través de K, que era uno de sus hijos perfectos. Podría compararse el papel de K en el proceso de curación con el de la máquina de escribir utilizada por una mecanógrafa. La mecanógrafa es incapaz de escribir nada por sí sola. En otras palabras, la máquina de escribir no es más que un mero instrumento o medio en manos de la mecanógrafa.

Las personas receptivas y sensibles a este poder, unos pocos afortunados, lograron echar mano de esta energía oculta que fluía a través de K. Algunas veces, quienes se encontraban físicamente cerca de él se beneficiaban de esa energía misteriosa que se manifestaba en K. Analicemos ahora un buen ejemplo de este tipo de curación. En 1980, un caballero tamil de Jaffna fue a ver a K a Ackland House en Colombo. Se presentó presa de un estado de ansiedad tal que le temblaban los labios. Iba acompañado de su hijo epiléptico de cuatro años. El pequeño padecía también de un defecto que le impedía articular clara¬mente las palabras y tenía un aspecto enfermizo. El hombre me pidió que le concertara una entrevista con K porque quería que su hijo se curara pronto. Actué en su mediación y averigüé si era posible concederle la entrevista. Me dijeron que K no concedía más entrevistas privadas porque estaba muy cansado. Cuando el padre del niño recibió este mensaje, insistió en que no le negasen la oportunidad de ver a K. Con los ojos llenos de lágrimas suplicó: «Déjenos ver a Krishnaji aunque no sea más que cinco minutos». Le denegaron la entrevista por segunda vez. Intenté consolarlo y le sugerí que llevara a su hijo a las conferencias de K. «Vaya usted temprano a la sala y siéntese lo más cerca posible del podio desde el que hablará K». Aceptó la sugerencia. El hombre y su hijo asistieron a todas las charlas y se sentaban en el suelo, justo delante de K. Finalizado el ciclo de conferencias, el hombre volvió a presentarse en Ackland House con una cesta de los mejores mangos de Jaffna. Era un regalo para K. El hombre estaba muy alegre y tranquilo. Me contó que su hijo, que había asistido a las charlas de K pero que no pudo entenderlas porque no sabía inglés, ya no padecía de epilepsia. En cuanto al defecto que le impedía hablar, también había desaparecido.

Desde tiempo inmemorial se cree que la eficacia de la curación depende del toque mágico de las manos del sanador. En el ejemplo que acabamos de referir, K no tocó ni acarició al enfermo. Es más, ni siquiera sabía que estaba participando en una curación. Es preciso reiterar que las pruebas de los actos de curación de K sugieren que la fuente u origen último de sus poderes no estaban en él. K no era más que el medio por el cual una fuerza extraordinaria se transmitía a otros para beneficiarlos. Probablemente escapaba al control consciente de K, en el sentido de que no podía utilizarla a su antojo.

K le restaba importancia a estas curaciones. En una reunión, refirió una experiencia que había tenido de joven. Iba dando un paseo por una ciudad medieval holandesa cuando un leproso, que lo había estado esperando en una estrecha calle, avanzó hacia él y lo tocó. Como resultado del contacto físico, el leproso se curó. Días después, esa persona hizo algo malo (K no especificó qué) por lo que acabó en la cárcel. K nos preguntó entonces: «¿Ayudé de verdad a ese hombre? Cualquiera puede curar el cuerpo, pero sólo uno mismo es capaz de curar el espíritu. El estado del espíritu afecta la salud del cuerpo. Por eso es mucho más importante aclarar los desórdenes interiores y poner en orden el espíritu». K esperaba que cuantos sentían un verdadero interés por sus enseñanzas tuvieran un buen comportamiento. ¿Acaso si aquel hombre se hubiera tomado la molestia de liberar su espíritu de rasgos antisociales no se habría comportado correctamente?

K dio sus conferencias durante veinticinco años en el pintoresco pueblo alpino de Saanen, en Suiza. Allí me encontraba siempre con un caballero europeo bien trajeado, que destacaba entre el público porque llevaba un sombrero de fieltro. Tenía por costumbre sentarse solo en las últimas filas. Casi nunca hablaba con el resto de las personas que asistían a estas conferencias. Confesaba que «no estaba particularmente interesado en escucharlas». Le pregunté entonces lo obvio: «¿Por qué viene entonces?» Me alegra de haber tomado nota de su respuesta:

«Vengo a Saanen para expresar mi gratitud a Krishnamurti por salvarme la vida. Me gusta verlo. Ver a este hombre de aspecto tan digno es como tomar un tónico. En primer lugar, vengo porque hace cuarenta y cinco años tuve tuberculosis. Tenía un pulmón tan dañado que los médicos querían quitármelo. Una tarde fui a ver a Krishnamurti sin pedir cita previa. Quería pedirle consejo sobre si debía operarme o no. Se disponía a salir y me dijo: »Discúlpeme, pero he tenido un día muy ocupado y estoy demasiado cansado para atenderlo. Me voy a dar un paseo. Si lo desea, puede acompañarme». Y fui con él. Anduvimos juntos mucho rato por los campos y él apenas me habló. Cuando nos detuvimos en un lugar despejado, Krishnamurti me dijo: »En cuanto lo vi me di cuenta de su enfermedad. Mi hermano tuvo el mismo problema». Me pidió que no tuviera miedo. Entonces me pasó los dedos por la columna vertebral. Me frotó la espina dorsal con las manos. Sentí una especie de calor que me subió a la cabeza. Era como si me estuviera quemando. Noté una cierta pesadez y estuve a punto de perder el conocimiento. Me sujetó con firmeza y me ayudó a volver a su casa. Semanas más tarde me sentía más fuerte y mi salud había mejorado definitivamente. Me hicieron unos análisis y los médicos dictaminaron que mis pulmones ya no estaban enfermos. No hizo falta operarme».

Conozco personalmente a un escritor que iba a las conferencias de K en Bombay y Madrás. Es alto, delgado y fuerte. Nunca padeció de enfermedades graves. De repente, comenzó a perder peso y a sentirse muy cansado. Fue un gran golpe para él cuando varios médicos le dijeron que le quedaba poco tiempo de vida por un tumor canceroso que le había salido en la boca. Se resignó a la inevitabilidad de su próxima muerte. Hizo testamento a favor de sus hijos. Su siguiente paso importante fue ir a ver a K por última vez. En el curso de su conversación, K le pidió que abriera bien la boca porque quería comprobar por sí mismo si lo que los médicos decían era cierto. Según este caballero, K le miró la boca como lo hacen los dentistas. Le tocó suavemente la garganta y le dijo: «No se preocupe. Se pondrá bien». Una semana más tarde, los médicos se sorprendieron al comprobar que el cáncer había desaparecido por completo. Hace siete años de su curación y me alegra mencionar que hasta ahora el cáncer no ha vuelto a reproducírsele en ninguna parte del cuerpo.

A últimas horas de la tarde, cuando los pájaros se recogen en sus nidos para pasar la noche, a K le encantaba recorrer la playa que rodea la finca de la Sociedad Teosófica de Adyar, en Madrás. Acompañado por el presidente de la sociedad, Radha Burnier y otros amigos, K disfrutaba cruzando el puente que hay sobre el lodoso río Adyar hasta un lugar cercano a la orilla, donde hay un puñado de chozas en las que viven los pescadores y sus familias. Algunas veces, los niños pobres y harapientos de los barrios bajos seguían a K o lo rodeaban llenos de curiosidad. Él no los evitaba como suelen hacer algunos ricos esnobs. En cierta ocasión vi a K dándoles unas cariñosas palmaditas en la cabeza. Era una delicia ver a K andar a paso vivo y balancear los largos brazos en la brisa fresca. De vez en cuando se detenía y miraba alegremente el mar picado y el horizonte lejano. A menudo, los viandantes interrumpían su paseo para hablarle o saludarlo. Tanto los indios como las demás personas venidas de sitios lejanos para escuchar sus conferencias se reunían en esa zona al ponerse el sol. K era el blanco de todas las miradas.

Una tarde agradable, una amiga india y yo estábamos cómodamente sentados en un médano de arena. De más está decir que esperábamos a que K llegase a la playa. Todos consideraban sagrado aquel lugar, porque había sido allí donde el obispo Leadbeater había visto a K de niño y observado que su aura estaba libre de egoísmo. Mi amiga, que está muy interesada en las enseñanzas de K, me comentaba sus problemas personales. Es una persona rica que goza de buena salud a excepción de sus frecuentes migrañas. Cuando le daban los dolores de cabeza se sentía muy mal, tenía náuseas y vómitos. Gastó una fortuna para tratar de curarse. A lo largo de los años probó infinidad de tratamientos pero sus esfuerzos por encontrar una solución fueron vanos. Practicaba los ejercicios de yoga para mejorar la respiración que yo le había enseñado, pero no mejoraba.

Mientras conversábamos, a lo lejos vimos la delgada silueta de K. Caminaba rápidamente en nuestra dirección. Presa de una extraña emoción, mi amiga exclamó: «¡Quiero besarle las manos! ¿Puedo?»

Le contesté: «Eres libre de hacer lo que te plazca».

Echó a correr hacia K y lo aferró de las manos. Luego se las besó. El contacto duró apenas unos segundos.

Después del incidente no volvió a padecer de migrañas.

Una de las principales atracciones de Colombo es el paseo marítimo llamado Galle Face Green, donde a K le gustaba andar tranquilamente por las tardes. En otras épocas había sido un hipódromo y allí se habían realizado reuniones políticas y desfiles militares. Hoy en día lo utilizan las personas que desean relajarse y disfrutar de la fresca brisa del mar. K y yo caminábamos por el paseo una tarde de noviembre de 1980. En la hora que pasamos juntos ocurrieron varios hechos notables.

K saludó el mar borrascoso con una respetuosa inclinación de cabeza. Después hizo cuatro reverencias en dirección al norte, al sur, al este y al oeste. Era como si realizara una ceremonia mística. Imagino que era su manera de maravillarse ante la infinita vastedad del espacio y la belleza de la naturaleza. El cielo multicolor es absolutamente magnífico poco después de la puesta de sol.

En el sendero por el que caminábamos K encontró una piedra bastante grande. Sin duda, habría hecho tropezar y caer a más de un desprevenido. K trató de levantarla pero pesaba demasiado. La apartó con el pie y despejó el sendero. Desconocemos muchas de estas acciones de K destinadas al prójimo porque él rara vez nos las contaba. Dos jóvenes reconocieron a K. Lo saludaron y le dijeron: «Señor, usted no nos conoce. Pero nosotros sabemos mucho sobre usted». K se encogió de hombros y se alejó de ellos. Caí en la cuenta de que una de las desventajas de ser famoso es que la sociedad rara vez respeta el derecho a la intimidad de las personas célebres.

K caminaba a paso vivo y al mismo tiempo miraba el cielo y admiraba el color y la forma de una nube oscura bordeada de tonos plateados cuando una pareja de mediana edad levantó los brazos y lo detuvo. Nos encontramos ante una dama cingalesa alta y fornida, que vestía un sari blanco. La acompañaba su marido, un hombre con gafas. Saludó a K y se disculpó: «Le pido perdón por molestarlo. ¿Me puede hacer un favor?»

K hizo un gesto con la mano para indicarle su renuencia y le dijo: «Estoy dando un paseo».

La mujer intentó convencer a K para que interrumpiera su paseo diciéndole: «Seré breve. Hágame el favor de tocarme esta oreja una sola vez. Es que soy sorda de nacimiento. ¿Puede curarme?»

K se negó a tocarla limitándose a contestar: «Lo siento».

La mujer se echó a llorar. Decepcionado y un poco molesto, su marido criticó a K con tono severo: «Nos han dicho que ha curado a otra gente. ¿Por qué no quiere curar a mi esposa? ¿O es que sólo cura a sus favoritos?»

K adujo que esa tarde no quería que lo molestasen. Me pregunté qué habría querido decir exactamente. Quizás intentaba darnos a entender que, por algún motivo desconocido, esa tarde no deseaba encontrarse con nadie. Sin embargo, si lo que se desea es la paz de la soledad, entonces uno no debe esperar encontrarla en un lugar público al que acuden infinidad de personas.

K quería marcharse pero se lo impedían porque la mujer lo sujetaba firmemente por el brazo y le suplicaba que la ayudase.

K le dijo: «No, lo siento, señora».

Algunas veces resulta difícil comprender por qué K actuaba como lo hacía. Aunque era la personificación del amor, con frecuencia, quienes no lo conocían se formaban la opinión de que era una persona poco compasiva, de carácter brusco.

Como me daba pena la desdicha de aquella mujer, le comenté a K lo que a mi parecer era lo mejor en aquellas circunstancias.

Le dije: «Señor, sólo le pide que le toque la oreja de la que está sorda. Si no lo hace usted, no dejarán que se marche».

K susurró: «Está bien».

K le tocó rápidamente la oreja de la que estaba sorda. Acto seguido, con sus largos dedos ahusados le hizo un masaje con movimientos circulares. Después, volvió a tocarle la oreja enferma. La mujer gorda sonrió satisfecha. Le dio las gracias y le soltó el brazo. K pudo marcharse.

Después de uno de los discursos públicos de K en Colombo, me encontré con esta pareja en la parada de un autobús. Ella me dijo: «Ya no estoy tan sorda como antes. Oigo un poquito. Por favor, dígale a Krishnaji que le estoy muy agradecida».


Susanaga Weeraperuma
KRISHNAMURTI TAL COMO LE CONOCÍ
Traducción de Celia Filipetto
Verdaguer, 1 08786 Capellades (Barcelona)

 

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